Opinión

El santo temor del déficit

«Le hemos perdido el miedo al déficit y esto es un gran peligro. Para el creyente, la salvación está en el santo temor de Dios. Para todo ministro de Hacienda, para los Gobiernos, para las Cámaras, para el país, que es el que en último resultado comunica aliento e impulso a las Cámaras; a los Gobiernos y a los ministros de Hacienda, la salvación está en el santo temor del déficit. Y si no queréis hacerlo santo, decid en el patriótico temor del déficit». D. José Echegaray, ministro de Hacienda. Diario de sesiones de Las Cortes de 20-11-1905, página 695 del número 29.

Don José Echegaray, ministro de Hacienda, pronunció las palabras arriba citadas en el Congreso de los Diputados al presentar el Proyecto de Ley de los Presupuestos Generales del Estado de 1906. El entonces ministro de Hacienda advertía de la deriva nociva en la que podrían entrar las cuentas españolas si no se mantenía la disciplina presupuestaria que impulsó unos años antes otro ministro de Hacienda y posterior presidente del Consejo de Ministros, don Raimundo Fernández-Villaverde, que logró el control del gasto, enderezó el problema de la deuda pública, alcanzó el equilibrio presupuestario y llevó a la estabilización monetaria, como bien recuerda Francisco Comín (Cuadernos de Información Económica, número 168, mayo-junio 2002).

Bien podría servir la advertencia de Echegaray para describir la situación de los últimos años, con la diferencia de que entonces se alcanzó el equilibrio presupuestario e incluso se alcanzó el superávit, y ahora, no. Entonces, se atajó el problema de la deuda pública, que había llegado al 120%, con distintos saldos positivos de cada ejercicio que la fueron reduciendo. Ahora, con una cifra similar, se acrecienta el gasto y se mantiene el déficit. Entonces, tanto Villaverde como Echegaray, sabían que no se podía gastar más de lo que se ingresaba, porque hacerlo es el camino directo al colapso presupuestario. Ahora, pese a las dificultades en las que se encuentra la economía española, con grandes desequilibrios y con casi 1,5 billones de deuda pública, el gasto se incrementa, con promesas que pueden arruinar a la economía española.

Llevamos viviendo muchos años con un gasto público desmedido en España, redoblado por la flexibilidad de la Unión Europea con el incumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria, que mantiene suspendidos. Desde la anterior crisis, toda esa disciplina se ha perdido: varios de los diferentes países de la Unión Europea, por ejemplo, no terminan de alcanzar el equilibrio presupuestario, es habitual que los distintos gobiernos nacionales -como hizo el presidente Sánchez antes de la pandemia, cuando no se encontraba suspendido el pacto de estabilidad- traten de renegociar sus objetivos de déficit y deuda, para que la Comisión Europea les conceda un mayor margen, flexibilizando, así, su cumplimiento.

En España, desde que Sánchez llegó al Gobierno y, especialmente, desde que formó uno de coalición con Podemos, su empeño en incrementar el gasto público es una cuestión que aparece en cada declaración gubernamental. Cuando gobernó con profusa utilización del real decreto, aprobó medidas que venían a suponer casi 10.000 millones de euros de manera estructural, en aquello que el Ejecutivo llamó los viernes sociales y la oposición bautizó como viernes electorales, pues fueron decisiones tomadas con carácter previo a la celebración de las elecciones de abril de 2019, una vez ya convocadas las mismas. Con la pandemia, aceleró el gasto hasta un déficit de dos dígitos, con el problema añadido de convertir la mayor parte de ese gasto en estructural. Ahora, sigue incrementando el gasto con la excusa de no dejar a nadie atrás, cuando está haciendo que toda España quede rezagada, además de endeudada para varias generaciones.

En este contexto, causa pavor el incremento de gasto que puede llevar a cabo durante los quince meses que restan de legislatura, en su afán por tratar de tapar con gasto público y promesas la hemorragia de votos que tiene por su pésima gestión. Además, nos encontramos con el riesgo añadido de las elecciones municipales y autonómicas, que podría llevar a que algunas comunidades autónomas y ayuntamientos aumenten más el gasto y lo consoliden estructuralmente, cuando lo que todas las administraciones tienen que hacer es reducirlo o la economía española se encontrará en serios problemas de sostenibilidad presupuestaria y de capacidad de refinanciación por sí sola, sin asistencia del BCE.

España no necesita más gasto, sino gestionar de manera eficiente el que tiene e incluso reducir el que no sirve de nada, para así, precisamente, mantener el grueso de los servicios esenciales. Y España no necesita más impuestos, sino mantenerlos sin subir y bajarlos en cuanto sea posible, especialmente los directos y las cotizaciones sociales, aunque fuese a costa de redefinir con los indirectos el mix impositivo, que son mucho más neutrales para la actividad económica. Nadie discute el gasto coyuntural derivado de la pandemia, pero sí el hecho de que se esté convirtiendo el grueso del mismo en estructural. Y si ahora se incrementa el gasto derivado de los efectos de inflación -aunque deberían quedar más que compensados por el incremento que supone por el lado de los ingresos- y de los gastos derivados de las consecuencias económicas de la guerra en Ucrania, habría que reducir de inmediato otras partidas equivalentes de gasto, no sumarlas, mientras se trata de flexibilizar la economía para disminuir los cuellos de botella que se forman. Sin embargo, todo el gasto se incrementa y nada de ello se hace.

Las administraciones públicas, y toda la sociedad, deberían mirar hacia el lado del gasto y preguntarse si podemos permitirnos el nivel del mismo que tenemos. Toda familia, empresa y persona hace eso en su día a día; por tanto, como sociedad debemos hacernos la misma pregunta, extensible principalmente a quien administra los recursos públicos, que es la Administración. Es obvio que estamos en unos niveles de gasto que no podemos sufragar. Eso no quiere decir que haya que perder el grueso de actuaciones de gasto, sino que hay que circunscribirlas a las que son más necesarias, con una gestión eficiente que permita aprovechar mejor los recursos. A la sociedad le debe quedar claro que ese «gasto, gasto y gasto» se traduce por «impuestos, impuestos e impuestos», y que, además de ser confiscatoria, una subida de impuestos empobrecería a ciudadanos y empresas, sin conseguir, además, su objetivo recaudatorio.

Por ello, para poder garantizar el equilibrio de las cuentas públicas e ir disminuyendo la enorme deuda, del entorno del 120% del PIB, hay que reducir gasto. No es una elección, sino una imperiosa necesidad que habrá que hacer más temprano que tarde y que cuanto más se retrase, más recorte supondrá, de una manera más dura y, posiblemente, entonces, vendrá ordenado desde fuera. Nuestra estructura económica no soporta este nivel de gasto, y si queremos recuperarnos no se pueden subir los impuestos, especialmente los directos. Si no somos capaces de darnos cuenta de esto y las administraciones públicas se empeñan en su error, el estancamiento de nuestra economía, desde el nivel de empobrecimiento de estos años, puede durar mucho tiempo. Hoy, como hace más de cien años, necesitamos responsables de Hacienda como Fernández-Villaverde y Echegaray, que reduzcan el gasto, estabilicen la economía, logren superávit y reduzcan la deuda, porque es lo que puede garantizar los servicios esenciales y la viabilidad de la economía, todo lo contrario de lo que hace Sánchez y de lo que muchos políticos impulsan con su gasto desmedido, olvidando «el santo temor del déficit».