Opinión

El Rey y Sánchez

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Recordemos, artículo 56 de la Constitución, punto primero: «El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia…». Artículo 61, primero: «El Rey, al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución…». Estos que citamos son, quizá, los más explícitos, los que mejor recogen los escasísimos deberes y poderes que poseen nuestros monarcas, según lo marcado en la Ley Suprema de 1978. Por tanto, y elementalmente como pregunta: ¿debe, mejor que puede, el Rey encargar la investidura a un político que se presenta ante él con el apoyo de unos partidos que exigen ya a corto plazo la voladura del Estado? ¿Debe el Rey aceptar la candidatura de un aspirante que lleva a su consideración propuestas tan concretas como el barrenamiento de la unidad de España que proclama el artículo 2 de la Constitución? Recordemos también: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación Española, patria común e indivisible de todos los españoles…».

Una interpretación rigurosa y textual de estos textos llevaría sin duda a la conclusión de que el Rey no puede complicarse con ningún acto que se oponga frontalmente a lo dictado en la Constitución. Por eso, nueva pregunta, responsable y respetuosa: ¿Puede refrendar Felipe VI una candidatura que lleva aparejado el intento de destruir la «indisoluble unidad de la Nación Española»? Todos los que conciben el ejercicio de la Corona como una simple adenda, poco menos que protocolaria, ya afirman de antemano que al Rey le está prohibido inmiscuirse en unos actos que, sobre todo, obligan a una decisión parlamentaria. Con seguridad que estos lectores no conciben de ningún modo que Felipe VI niegue la concesión de la investidura a Pedro Sánchez, a pesar de que algunos sostenes de su apoyo ya hayan anunciado de antemano que exigirán al candidato dos cosas muy claras: la concesión de la amnistía, explícitamente desautorizada en nuestra citada Constitución, y la convocatoria de un referéndum vinculante para plantear una nada hipotética secesión respecto a España.

Recordemos así mismo en este momento lo que sentencia la Constitución sobre la realización de referendos. Dice: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». O sea, no tendrán la característica de «vinculante» y no podrán ser convocados para sólo una parte de los españoles.

Exactamente, lo contrario, en los dos casos, de lo que pretenden los independentistas vascos y catalanes con los que va a pactar Sánchez. Es más, los portavoces de los partidos segregacionistas han dejado claro cuál es el coste de su apoyo a la investidura del perdedor de las elecciones. Estos, a diferencia del sempiterno y falaz Sánchez, no engañan a nadie.

Desde luego que este cronista no es ni tan precipitado, ni tan frívolo como para redactar estas manifestaciones destinadas al Rey de España, sin saber que encierran una muy importante decisión histórica: la de negar la investidura a un aspirante que no puede demostrar que ninguno de sus presuntos aliados pretenden subvertir el orden constitucional. Los que piensan que una coyuntura de esta trascendencia puede sustanciarse o resolverse con una simple interpretación jurídica guardan una concepción muy chata de lo que es nuestra historia y el compromiso permanente con ella que tienen los protagonistas de la Corona. Parece que por parte de estos intérpretes, la actuación del Rey en el encargo de investidura debe someterse sólo a un pequeño trámite banal: la comprobación de que el proponente goza de los suficientes apoyos parlamentarios para obtener el refrendo de las Cortes Generales. Y no es eso. Porque, en el caso de que el jefe del Estado adopte una postura contraria a la norma, la propia Constitución refleja, esta vez en su artículo 59, párrafo 2, la posibilidad de que el «Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad». Claro como el agua clara.

La coyuntura por todo esto tiene ribetes de situación crucial para el propio destino y supervivencia de España como Nación, algo que está muy por encima de los poderes del mismo Rey y, desde luego, de la voluntad exclusiva de una parte de la ciudadanía, vasca o catalana, del Estado español. Sánchez no tiene el menor impedimento moral en ceder lo que sea menester para continuar, después de haber perdido las elecciones (¿o es que alguien niega esa realidad?) en el machito de Moncloa, pero por encima de su protagonismo asfixiante, de su megalomanía patológica, están las instituciones, la Corona, «símbolo de la unidad y permanencia», la primera. No es baladí la referencia.

Sabe el cronista que todas estas admoniciones, que sólo tienen el valor -ya lo verán- de avisos periodísticos, llegado el momento -que va a llegar por voluntad expresa de Sánchez de reeditar el Horror Frankenstein- caerán en saco roto. Tampoco pidamos al Rey que resucite las querellas que pusieron en un brete a las Españas del XIX y el XX, pero es obligación indiscutible hacerse eco de estos desafíos en un país en el que un tercio, nada menos, de sus ciudadanos ha perdonado a Sánchez todas sus repetidas fechorías. Es más: le han dicho: «Haga usted lo que quiera con nosotros, que le vamos a seguir votando». En definitiva: ¿qué le puede importar a toda esta tropa, legítimamente electoral, que ahora pretenda Sánchez hacer que el Rey trague con ruedas de molino? Las que pueden incluso terminar con la unidad de España que proclama la Constitución de 1978.