Opinión

El pin parental se queda corto

El zurderío balear anda revuelto estos días con el pin parental propuesto por Vox. El grupo parlamentario que comanda Idoia Ribas exige la autorización previa y por escrito de las familias para la realización de cualquier actividad extracurricular con contenido religioso, moral, social, cívico o sexual dentro del horario escolar. Una propuesta en consonancia con el artículo 27.c de la Constitución Española que consagra el «derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».

Un planteamiento totalmente constitucional, legítimo, de puro sentido común y necesario para poner pie en pared ante la ideologización creciente de las aulas donde, al catalanismo, al feminismo de igualdad, al progresismo y al alarmismo climático imperantes hasta hace unos años, se ha sumado la irrupción de la disparatada ideología woke con pretensiones tan hilarantes como prohibir jugar al fútbol en el recreo y convertir así las canchas futboleras en refugios climáticos, como explicaba muy bien Fernando Navarro en un reciente y magnífico artículo publicado en mallorcadiario.com.

Sin embargo, con la Santa Izquierda hemos topado. La catarata de sofismas y pseudoargumentos a cual más peregrino de la izquierda balear para rechazar las pretensiones de aquellos padres que quieren tener algo que decir en la educación (que no instrucción o enseñanza de saberes racionales, objetivos, científicos y contrastados) de sus hijos pone de relieve una realidad que no por obvia debería pasar desapercibida: los docentes y la administración educativa, investidos de una superioridad moral que solamente ellos mismos se otorgan, siguen creyendo que la educación les pertenece en exclusiva. Lo cierto es que las familias no cuestionan la enseñanza recibida por sus hijos en materias como matemáticas, biología, física, química, geografía, literatura o historia. Lo que sí cuestionan son aquellos contenidos, sean curriculares o extracurriculares, dentro o fuera del horario escolar, relacionados con ideologías, valores, modelos de sociedad o cosmovisiones del hombre como tal. O sea, en todo aquello que son creencias, no contenidos racionales o empíricos, perfectamente demostrables y contrastados que han pasado la prueba de la falsabilidad.

Ningún padre discute con un profesor sobre el mejor método de solucionar una ecuación de primer grado o cómo sumar fracciones. Ningún padre discute la didáctica sobre cómo enseñar el aparato digestivo, la tabla periódica o la fotosíntesis, o cómo explicar los enlaces iónicos o covalentes, ni tampoco los aspectos más importantes de la Monarquía Hispánica o de la Constitución de Cádiz, aunque los contenidos históricos sean más susceptibles de convertirse en materia de discusión ya que la historia nunca es un capítulo cerrado, al menos no tan cerrado como los fundamentos básicos de las materias propiamente científicas.

Las familias no discuten nada de eso. Donde sí rechazan la actitud monopolizadora y la superioridad de los docentes en relación a los contenidos que enseñan es en todo lo que tiene que ver con el mundo de las creencias: cambios de jornada laboral, proyectos lingüísticos basados en inmersiones sin ningún otro criterio pedagógico que la promoción de la lengua oficial minoritaria, pedagogías como la inclusividad, convertir los campos de fútbol en refugios climáticos, la ideología de género, educación en materia afectivo-sexual, catastrofismo climático, memoria histórica y demás fanfarria progresista, mucha de ella incrustada de forma sibilina y subrepticia, no hay que olvidarlo, en los propios contenidos curriculares de asignaturas como historia, educación en valores éticos y cívicos o catalán, como ocurre sin ir más lejos con la infumable sociolingüística que ocupa tres meses de la asignatura Lengua y Literatura Catalanas de segundo bachillerato, una parte del temario a la que han renunciado incluso en la venerada Cataluña por la innegable carga ideológica que conlleva.

En suma, la discrepancia entre maestros y padres sobre quién y en qué se debe educar se produce en temas susceptibles de generar procesos de manipulación e intentos de influencia como son las creencias, debates en los que la opinión de las familias es tan válida como la que puedan sostener los profesores, máxime a tenor del nivel que exhiben algunos de ellos como quedó patente en la visita que hace unas semanas brindó al instituto de Son Pacs el conseller de Educación. Algunos docentes ñoños ataviados con camisetas verdes le leyeron una carta lacrimógena en la que identificaban a quienes defienden la libertad de elección lingüística con los nazis y a quienes quieren imposición en una sola lengua con los judíos.

Para estas lumbreras, un liberal es un nazi victimario y un fascista lingüístico una víctima demócrata. Alguien que hace lo mismo que Franco, imponer y excluir, es un antifranquista de pro y alguien que hace lo contrario es un franquista. Todo al revés. Dado tal nivel de raciocinio y lógica por parte de un sector no despreciable de nuestro profesorado, a la vista de semejante grado de deshonestidad intelectual y de ignorancia oceánica, no me extraña que cada vez más familias sospechen no ya del fanatismo ideológico de algunos maestros sino de su disonancia cognitiva.

Las familias, al menos aquellas que no se conforman con trasladar a sus hijos una simple moral del éxito y puramente gregaria para que «sus hijos sean igual que los demás», no quieren jugar el papel de comparsas a las que se niega cualquier participación en la educación de los hijos, unas familias a las que sólo se les exige apoyo y sumisión y de las que apenas se reclama alguna aportación económica y alguna que otra ayuda para realizar alguna actividad física que requiera de manos y brazos.

Los docentes, también los burócratas de la administración educativa, olvidan muy a menudo que educan por «delegación de los padres», que son los que tienen la potestad de educar. Quienes educan por delegación tendrían que tener en cuenta la opinión de las familias aunque poco ayudan a este propósito declaraciones tan desafortunadas como las de un acoquinado Toni Vera cuando afirma que «ni padres ni alumnos tienen derecho a exigir que su centro ofrezca asignaturas troncales en español». Ni derecho tampoco, habrá que suponer, a tener algo que decir en ciertos contenidos curriculares al servicio de la izquierda, simplemente porque son curriculares por ley. Fuera de la Ley no hay salvación, esta sigue siendo la máxima de los cobardones del PP, siempre dispuestos a divinizar cualquier norma legal por el mero hecho de serlo. Y después se quejan de haber perdido la batalla cultural quienes siempre han renunciado a hacer política a menos que entiendan como tal pedir socorro al ejército de togados Aranzadi.

Del mismo modo que la izquierda lleva luchando más de un siglo por eliminar la religión católica de las aulas públicas (la Santa Izquierda siempre ha visto a la Santa Iglesia como la gran rival a combatir, sustituir y al mismo tiempo mimetizar como la gran dispensadora moral de la sociedad), al invocar con acierto que no tiene sentido obligar a enseñar una fe con el dinero de todos, lo mismo cabría exigir de todas y cada una de las fes de la izquierda, estos nuevos dioses que, como decía Chesterton, han venido a sustituir al Dios cristiano. La izquierda, naturalmente, se vale del ardid de disfrazar sus creencias de ciencias y cuando no de consenso científico para otorgar a sus supercherías climáticas, transexuales, feministas, lingüísticas o de memoria histórica una vitola científica y así poder venderlas como verdades indisputables.

Las creencias, todas, también las de la izquierda, deben ser expulsadas de las aulas públicas y si no quieren ser expulsadas, al menos dejar elegir a los padres si quieren o no que sus vástagos sean adoctrinados en ellas.

En conclusión, el pin parental que ha planteado Vox, pensado para contenidos extracurriculares, se queda corto. En la escuela pública hay que dejar elegir a los padres sobre cualquier adoctrinamiento político, ideológico o religioso, provenga esta religión del Vaticano o de las facultades de ciencias sociales. De no ser así, las creencias, también las del zurderío, deben ser expulsadas de la educación pública. Sin más.