Opinión

Normalizar el tráfico de influencias

En este tiempo político lo excepcional empieza a ser normal. Que tenemos una legislatura sin Presupuestos, pues prorrogamos los de la anterior. Si un ministro coloca a sus novias con amor más o menos puro en empresas públicas, no deja de ser un acto de cariño. Si se apaga el país, nos ponemos de perfil y hablamos de los ricos y poderosos que especulan con la energía nuclear. Si un Fiscal General del Estado da instrucciones al fiscal que lleva su propio caso tampoco produce asombro. Resulta un acto que apenas se comenta que la Agencia Tributaria que persigue por tierra mar y aire una factura sin declarar, asesore al hermano del Presidente del Gobierno para que tribute fuera de España mientras trabaja para una Administración pública nacional. Todo resulta ya normal, homologado como que un político se agazape detrás de un aforamiento para enredar con un procedimiento judicial.

Todo es normal, y la capacidad de sonrojo no tiene límites porque el fin justifica los medios, y siempre hay una explicación o un roto del día siguiente para el descosido anterior. Pero no sabíamos que para algunos intelectuales de la política el tráfico de influencias podría ser incluso beneficioso para la sociedad. Un insigne comentarista radiofónico se despachaba en una tertulia estos días señalando que algunos de los mensajes conocidos entre el Presidente del Gobierno y su anterior ministro señor Ábalos mostraban un deseable interés por parte de aquel sobre la solución de los asuntos que interesan a los ciudadanos. Se refería al rescate de la aerolínea que tantas noticias está generando. Reflexionaba el comentarista que ojalá todos los políticos pudieran tener acceso directo a los problemas, interesarse por los mismos, porque eso sería una prueba de que están en los cargos para atender los casos y tener un hilo directo con la ciudadanía. Todo está fenomenal, salvo que ese interés pueda tener como derivada el beneficio económico directo e indirecto del mismo o de algún familiar próximo.

Si no fuera porque todo parece un sarcasmo, y porque está tipificado en el Código Penal, opiniones como la anterior acabarán justificando reuniones como la del político canario con un narcotraficante, la curiosidad de algún cargo orgánico importante de un partido político sobre las constructoras de su tierra y las adjudicaciones de obras públicas, y en definitiva la preocupación de cualquiera que ostente un cargo público de manera más o menos opaca.

El mundo es un juego de intereses, cosa que no vamos a ocultar, y una sociedad liberal necesita que fluya el tráfico económico y que haya instrumentos suficientes para que los poderes públicos atiendan las necesidades de la sociedad y las empresas. Para ello están los canales con transparencia, y no la reunión de cafetín o de WhatsApp. Las recetas son claras: libre concurrencia, seguridad jurídica, y procedimientos claros y fehacientes. Pero para algunos, como los jueces o la policía investigadora no comprenden la bondad de quienes impulsan la resolución eficaz de los asuntos encallados, habría que proponer la reforma del Código Penal que incluya la supresión del delito del tráfico de influencia o por lo menos limitarlo a una cuantía razonable para el gestor espabilado que logre el éxito. Como dijo Hamlet «no existe nada bueno ni malo; es el pensamiento humano el que lo hace parecer así».