Opinión

No es calor, es ausencia de frío

Una atenuada búsqueda de la economía del sufrimiento, sin intención de infravalorar los dramas acuciantes provocados por las llamas, anuncia este texto. Mi tendencia natural es ver la alegría en las enfermedades, porque es en la debilidad donde la Gracia hace más fuerte al justo. Gozos sutiles e interiores, y bla, bla, bla; me dejo ya de introducciones místicas para parecer solidaria y voy al lío. No se asusten que hoy estoy liviana, facilona, cercana al aspecto medio de español de barra de bar, exenta de la búsqueda de virtudes morales, y no sigo, porque me estoy perdiendo cuesta abajo. Espiritualidad, sensualidad, racionalidad y personalidad: todo en su justa medida.

“Quien entre aquí, que abandone toda esperanza”, reza un cartel en la puerta de una tasca mítica de la Andalucía profunda. Crucé su umbral con una periodista inglesa a la que tenía que pasear más por obligación que por devoción -gajes del oficio-, con cuarenta y dos graditos en la calle. El tasquero, de rotunda obesidad cervecera, comprendió enseguida que mi acompañante era guiri y dijo: “Allí arriba sólo hay frío, nieve y muerte”. A continuación, soltó una carcajada maliciosa, seguida de estas palabras: “Y cuando se acaba la nieve, no queda más que muerte… ¿qué les pongo?”. Miré de reojo a la británica a ver cómo se tomaba la broma y me sorprendió porque la aguantó con dignidad, pidiendo una “copita de sherry very cold”. El liante, con más gracia cada vez, le replicó que esa marca no la tenía, y ahí es cuando estallamos de risa toda la tasca, bajo la mirada incrédula de la pobre plumilla inglesa.

En la esquina, a escasos metros de nosotras, discutían una compuesta y “endomingada” señora con una pareja de jóvenes sobre los calores de la tierra. Entendí enseguida que era la suegrísima de una chica estupenda del norte, que había venido a enamorarse de su hijo, y ella, que se notaba que era siempre dueña de lo mejor del mundo, defendía la temperatura como una perla más de su caribe particular. Se dirigió a mí: “¿Cómo se te ocurre traer a este sitio a una periodista inglesa de nota? Aquí no ha entrado nunca nadie que haya sacado más de un cinco pelao y mondao”. Sonreí con el consuelo de saber que mi acompañante no tenía un español tan fino como para entender a aquella cabrita indomable, una triste malvaloca. El calor tan extremo entabla luchas feroces con la Idea, ese Prometeo huidizo que adopta todas las formas para burlar una única auténtica. No me pidan demasiado, que escribo en este estado exacto y, aún así, creo que estoy salvando en pescuezo, aunque aún me queda rematar la faena. Me remango y termino.

España estalla en un caldeamiento muy prolongado, con consecuencias dramáticas, que parece que no tienen solución a corto plazo y de las que los especialistas nos están avisando desde hace mucho tiempo. En la Depresión del Guadalquivir es donde las temperaturas son más intensas. No en balde, la temperatura más elevada del continente europeo se dio el 30 de junio de 1876: ¡51 grados en Sevilla! Aproximándose a los récords mundiales que son 56,7 grados en el Valle de la Muerte (California) el 10 de julio de 1913, y 57,8 en Azizia (Libia) el 13 de septiembre de 1922. Aquí seguimos. Esos periodistas que insisten en que lo actual es insuperable para mal, que cada vez estamos peor, que nunca antes hubo tanto drama sobre la Tierra, igual deberían ir a la tasquita del cinco pelao y mondao; porque, tal como nos decía un genial profesor en la carrera: el alumno que no se pierde ninguna clase, que se sienta en primera fila y que saca todo brillantemente, jamás llegará a ser un buen periodista. Lo mismo con la temperatura: el que se queja sin cesar, que se vaya al norte con la nieve, con el frío y, como no, con la muerte. Ya avisé que hoy no estoy para dramas.