Las mejores horas de Mariano Rajoy
Desde luego no tiene ni de lejos el carisma de Winston Churchill ni el aura de Charles de Gaulle pero ayer Mariano Rajoy tuvo su mejor momento, su mejor hora, desde que hace 36 años y dos días iniciara su carrera política siendo elegido diputado del Parlamento gallego en la que constituyó la primera gran victoria electoral de la hasta entonces insignificante Alianza Popular.
Su discurso no fue épico, porque el pontevedrés de Santiago no es épico. No fue vibrante porque el registrador de la Propiedad más joven de su época es sobrio, no vibrante. Es más, le producen vergüenza ajena aquéllos que gustan de escucharse a sí mismos mientras discursean. Y no voy a dar nombres porque están en la mente de todos. No fue carismático porque, como cualquier opositor que se precie, no sabe hablar al estilo kennedyano, desde el corazón y para el corazón. No fue divertido, ni falta que hace, porque es un monumento al sentido común y a la racionalidad. Y tampoco emocionó porque es cartesiano y en este envite sólo tiene tres argumentos: la ley, la ley y nada más que la ley. Desconozco si vencerá (espero que sí) porque no poseo una bolita de cristal ni soy Rappel o Aramis Fuster. Sí tengo meridianamente claro que el sexto presidente de la democracia convenció a esas decenas de millones de constitucionalistas que, a izquierda, centro y derecha, representan la mayoría natural y cada vez menos silenciosa de este país que ahora más que nunca seguirá llamándose España.
El primer ministro mató dos pájaros de un tiro. Por un lado, revertir un golpe de Estado que en forma de rebelión desde las instituciones se ha perpetrado en Cataluña. Por otro, calmar, mejor dicho, saciar a un partido que le reclamaba mano dura y a un electorado que le llamaba de todo menos guapo imputándole una felonía que sólo existía en las mentes calenturientas de algunos. Lo que hasta el viernes era un clamor en su contra, se ha convertido de la mañana a la noche de ayer, como por arte de birlibirloque, en un grito unánime a su favor. Al punto que ya no resulta arriesgado vaticinar que a día de hoy arrasaría en unas elecciones generales.
Cuando le ponían a parir los golpistas y le criticaban ácidamente los más duros del centroderecha yo llegué a la conclusión de que también esta vez la virtud estaba en el punto medio. El hombre tranquilo siguió a lo suyo siendo consciente de que el cumplimiento de la ley incluye también la observación de los plazos. De que no por mucho madrugar amanece más temprano. La implementación de la legislación ha sido, pues, impecable. Nadie podrá osar acusarle de entrar cual elefante en una cacharrería porque no ha podido ser más garantista en una España ya de por sí hipergarantista. Churchill tampoco tenía inicialmente la comprensión de sus diputados ni de las bases tories (en su caso por motivos antagónicos a los de Rajoy, su partido buscaba afanosamente el apaciguamiento) cuando fue elegido premier en 1940 pero acabó doblándole el pulso al mal porque la verdad, la decencia, la dignidad y la legalidad estaban de su lado.
A Rajoy se le vio más tranquilo que nunca en una comparecencia para la historia. En eso también es diametralmente opuesto al jefe de Gobierno más famoso de la historia de la humanidad, que era un genio tan acelerado como deslenguado. La calma de nuestro presidente tenía su porqué: la razón legal y moral está de su lado y con la razón se va al fin del mundo. Lo mismo le ocurrió a Sir Winston en su célebre discurso al Parlamento Británico de mayo de 1940, el de la “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. Cuando se situó frente al atril, de espaldas a sus colegas conservadores y de frente a los adversarios laboristas, atesoraba la convicción de la victoria por el mismo motivo por el que Rajoy barrunta que ganará no sólo esta batalla sino la guerra contra el golpismo desatado por los independentistas en Cataluña: la certeza de estar obrando recta, ética, moral y legalmente.
La justificación del 155 fue impecable tanto en términos de legalidad interna como de Derecho comparado: recordó que artículos prácticamente idénticos hay para dar y tomar y no sólo en la Ley Fundamental de Bonn en la cual se inspiró buena parte de nuestra Carta Magna. Medidas semejantes, cuando no idénticas, se contemplan en el artículo 4.4 de la Constitución del país más democrático del mundo, los Estados Unidos de América, en la de la Confederación Helvética, en la de Austria, en la de Italia y en la de nuestros ilustres vecinos portugueses.
Volviendo por enésima vez a Churchill hay que recordar otra de sus innumerables frases para la posteridad: “Un fanático es alguien que no puede cambiar sus opiniones y no quiere cambiar de tema”. Aserto que le viene que ni pintado a un Carles Puigdemont que apela constantemente a la “democracia” y al “diálogo” olvidando que sin legalidad es imposible física y metafísicamente la democracia y que para dialogar es condición sine qua non dejar de ser un frontón que en lugar de recoger la pelota la devuelve sistemáticamente cual robot. Al hasta el viernes president de la Generalitat hay que advertirle que ha perdido una oportunidad de oro con Mariano Rajoy. Lo que oyen: a los que conocemos un poco al presidente del Gobierno no nos van a contar que es uno de los tipos más dialogantes y tolerantes de todo el espectro político patrio.
Su delirio alcanzó a las nueve de la noche de ayer su máxima expresión cuando comparó implícitamente a Rajoy con Franco, explícitamente le tildó de “golpista” y se inventó la mayor falacia que estas dos grandes orejas han escuchado en años. Que, ojo al dato, “Cataluña es una nación muy antigua en Europa”. El hombre que trucó su currículum personal falsea ahora con la misma desvergüenza la realidad y la historia. Porque Cataluña nunca fue una nación, entre otras cosas, porque jamás constituyó un reino. La patraña como arma política es más vieja que la tana y tiene un común denominador: siempre la han utilizado los gobernantes totalitarios. Por cierto: al marido de Clementine los malos también le soltaban todo tipo de lindezas desde el otro lado del Canal. Es lo que pasa cuando el oponente carece de razón, que recurre al insulto como todo argumento.
Puigdemont y sus aliados, los que se han quitado la careta como ERC o la CUP y los que aún se esconden detrás de ella como los podemitas, deberían recordar que éste es un 155 limitado en el tiempo y, por tanto, descafeinado. O, como mínimo, mucho más suave de lo que hubiera podido ser teniendo en cuenta que el precepto nunca se desarrolló legalmente y, por tanto, es un cajón de sastre en el que cabe casi todo. Rajoy tenía la posibilidad de tirar adelante en solitario porque su mayoría absoluta en el Senado le dejaba el camino expedito. Pero, al igual que el hombre que desde las Islas Británicas nos libró del nazismo, optó por aunar fuerzas para hacer frente al enemigo común. Ello ha permitido que este 155 sea proporcionado, gradual, prudente y cuente con un amplio consenso: ni más ni menos que 254 de los 350 diputados del Congreso y la absolutísima mayoría del Senado. Nada le impedía, pues, extenderlo sine die en el tiempo o alargarlo hasta el paroxismo.
La prueba del algodón de que no se suspende la autonomía ni estamos ante una intervención dura es que el plan de acción está tasado en el tiempo, “un máximo de seis meses” aunque en realidad no pasarán de dos y medio. Las autonómicas se celebrarán, salvo achantamiento de última hora de Puigdemont, el 28 de enero. No se toca la Educación, la Generalitat continuará funcionando en su integridad y al poder legislativo no se le invade, tan sólo se le advierte de que tiene que cumplir las normas. Vamos, lo normal: a usted no se le tocará un pelo si respeta el imperio de la ley. Y punto.
Mariano Rajoy se convirtió en un estadista en el verano de 2012 cuando, contra el criterio de casi todos, decidió no pedir el rescate de una España en situación de default. Un rescate que hubiera resignado a España a ser gobernada desde Bruselas, Berlín y Washington, aunque en ese caso no por vulnerar la ley sino por no hacer los deberes económicos durante el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero. El órdago era de ésos que hacen temblar al misterio, una moneda al aire con un 50% de posibilidades de éxito y otro tanto de fracaso. Y ganó. Venció no porque sea un hombre con suerte, que también lo es, sino porque al igual que en el marrón catalán en aquella otra situación límite la razón legal y moral estaba de su lado.
Ahora tiene la posibilidad de llegar a ser el mejor presidente de la España del 78: una vitola que ostentará con toda justicia si consigue darle la vuelta a la mayor crisis de una democracia que, parece que fue ayer, el 6 de diciembre cumplirá 39 años. Sir Winston Churchill también tenía ante sí el más grande desafío de la historia del Imperio Británico: el todo o nada que suponía librar a Gran Bretaña del yugo del mayor imperio del mal de la historia de la humanidad ex aequo con el estalinismo. El que, según la BBC, es el “más grande británico de todos los tiempos”, lo dejó claro cuando le preguntaron qué objetivo se había puesto: “Se lo diré en dos palabras, la victoria, porque sin victoria no hay supervivencia”. Setenta y dos años después a Rajoy le sucede tres cuartos de lo mismo: si no para este segundo 23-F, España no sobrevivirá como lo que es, la nación más antigua de Europa. Su suerte es la nuestra. Todos los españoles demócratas y constitucionalistas somos Mariano.
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