Opinión

La inmigración y los agujeros del sistema asistencial

Un gran amigo, excelente profesional y adorablemente libertino -está divorciado y cumple escrupulosamente con sus obligaciones familiares-, me cuenta lo siguiente: «Hace tiempo estuve manteniendo una relación de compañero de cama con una camarera rumana y después de un mes y medio sin saber de ella se presentó la semana pasada en casa diciendo que me echaba de menos. Pero presta atención a cuál es su situación laboral: trabaja cuatro horas al día de 20:00 a 0:00 de martes a jueves, y de 21:00 a 01:00 viernes y sábados. Domingos y lunes descansa. Cobra 550 euros netos y recibe ayudas de 250 euros mensuales por ser extranjera, mujer, no disponer de vivienda propia y otras carencias. Como dispone de mucho tiempo libre hace extras en otros negocios de hostelería (sobre todo de rumanos) a diez euros la hora que cobra en negro, claro. Paga 300 euros por una habitación en Boadilla. Su jefe la tiene dada de alta por cuarenta horas semanales a efectos de recibir también ayudas, aunque está ocupada la mitad. Me ha propuesto que nos vayamos la primera semana de agosto por ahí porque va a hablar con su médico para darse de baja (con la connivencia de su jefe) un par de meses por depresión y estrés (para lo cual se ha puesto a adelgazar), y luego volver en octubre a su vida actual. Dado el contrato que tiene, cobrará un poco más de baja que trabajando. Esto es lo que hay por muy increíble que parezca. A mí, sin contar todo el resto de los impuestos del día a día, me retienen treinta y nueve puntos. ¡Viva la sociedad del bienestar y la solidaridad fiscal!». Fin de la cita, que diría el ex presidente Rajoy. He aquí el perverso estado de bienestar en todo su esplendor.

Cuando hablo con mis amigos economistas de la inmigración, la mayoría son favorables a la presencia de extranjeros en España, más de los que ya hay, aunque el flujo de entradas y salidas guarda estrecha relación con la situación económica del país. El argumento que esgrimen es que tenemos una tasa de paro alarmante del 14% y escasa voluntad de los nativos desempleados por cubrir la escasez de mano de obra en todos aquellos sectores en los que falta -la hostelería, el transporte, la construcción- por no hablar de otros puestos que requieren mayor cualificación y que el sistema educativo diseñado aviesamente por el socialismo impide ocupar de manera satisfactoria.

En opinión de estos economistas estamos en una situación de emergencia -aunque irónicamente esta es legendaria- que desde luego tiene que ver con la nueva filosofía de vida de muchos de nuestros jóvenes, reacios al compromiso, alérgicos al trabajo duro y desentendidos ante cualquier atisbo de exigencia de responsabilidades. Prefieren trabajar un tiempo y luego vaguear el resto del año viviendo del subsidio hasta que se desate la nueva urgencia. Naturalmente, el exuberante sistema de protección social es un colaborador necesario de esta clase de comportamiento incívico, pero lo dramático de la situación es que estos expertos de los que hablo consideran el problema como irresoluble, lo dan por perdido.

Cuando les transmito mi impresión de que los inmigrantes aprenden con rapidez a aprovechar los agujeros del sistema y a replicar todos los malos hábitos de los nativos, como sucede con la camarera rumana, argumentan que las estadísticas prueban que los extranjeros se aprovechan por regla general menos que los españoles de los recursos disponibles teóricamente para paliar situaciones de extrema necesidad o de indigencia, pero en la práctica consumidos en favorecer la molicie y la holgazanería. Puede ser, pero yo conozco muchos casos como el de la rumana, observo lo que sucede en mi pueblo del sur de Navarra, que padece un 30% de inmigración, la mayoría marroquí, y en el que sólo están empleadas algunas mujeres, que hacen tareas domésticas mientras los maridos se pasan el día en el bar tomando café bombón y jugando a las cartas -sin apostar dinero, claro-.

Todos reciben ayudas del ayuntamiento y de la comunidad autónoma, pero su participación en la vida social, y ya no digamos su nivel de gratitud, equivale a cero. Consideran este trato tan generoso sin contrapartida alguna como un derecho inalienable. Y por eso han recalado aquí, atraídos por el efecto llamada. Porque en España, a nada que seas un poco avispado, se puede vivir con un aseo relativo sin pegar un palo al agua.

A mí la tesis de mis amigos economistas me parece inquietante, primero porque implica un estado de resignación poco ejemplar sobre la actitud de nuestros jóvenes. Equivale a darlos por irrecuperables. Y también porque minusvaloran la capacidad de los extranjeros que llegan para quedar contaminados por este ambiente tóxico. Por supuesto que están en favor de corregir todas las deficiencias, fallos y desarreglos del modelo actual de prestaciones sociales, con todo el despilfarro de recursos públicos que acarrea en un país que no se puede permitir un euro más de gasto público, pero yo no veo en ningún partido, incluido el PP, voluntad política de hacer frente ni a la sangría presupuestaria ni a la degradación del comportamiento social que lleva aparejada. Con la excepción del señor Abascal. Solo Vox se atreve a hablar con claridad de estos asuntos, lo que explica en gran parte su éxito electoral, arrostrando en el camino todo tipo de exabruptos y acusaciones sobre su pretendido y falso racismo. Pero esta clase de argumentos sobre los perjuicios indirectos de la inmigración, y más aún de la irregular, son tremendamente populares y resistentes a las acusaciones de falsa xenofobia de las élites y particularmente del progresismo dominante.

En estos momentos, el ministro Escrivá está a punto de sacar adelante una ley para regularizar la situación laboral de miles de inmigrantes y facilitar y ampliar el fichaje de trabajadores extranjeros en origen -muy limitado ahora a los temporeros- a la búsqueda de gente de media y alta cualificación. No dudo de las nobles intenciones del propósito, pero España carece de una maquinaria administrativa eficaz para hacer posible este plan -nuestro servicio público de empleo es una rotunda catástrofe que sólo sirve para pagar diligentemente los subsidios-. Y luego porque no hay que menospreciar el efecto llamada que esta nueva política de relajación migratoria puede ocasionar y sobre el que ha incidido el Ministerio del Interior, que se opone a la norma en trámite de aprobación. No es que Grande-Marlaska sea santo de mi devoción, pero es el único del gabinete que ha señalado los posibles abusos y fraudes que se podrían producir -que ya son muy corrientes en la actualidad-. En su informe al Consejo de Estado, Interior ha dejado constancia de que, dada la amplitud y la ambición con la que se plantea la reforma y la eventual acogida de miles de inmigrantes, así será sin duda difundido por las redes de tráfico de personas en los países de origen, y se hará más difícil explicar este cambio legal a los socios europeos así como a los vecinos africanos del sur, a quienes se les pide permanentemente que luchen con más energía contra la inmigración irregular. Que a estas alturas de la vida tenga que alinearme con el señor Matlaska da cuenta de las vueltas que da la vida, y también de que no soy tan sectario ni tan fascista como parezco.

Muchos empresarios, en la línea con mis amigos economistas, llevan tiempo reclamando un impulso a la inmigración para cubrir la falta de mano de obra en determinados sectores, de poca o de media cualificación, e incluso de alta, como programadores o desarrolladores de software. Mi opinión es que esta sería una buena idea de apoyo a la recuperación económica, siempre que antes se cambie de arriba a abajo, radicalmente, el actual concepto de estado del bienestar que ya ha corrompido moralmente a parte de nuestros jóvenes y que tiene una potencia deletérea incalculable para laminar hasta al más laborioso y honrado de los inmigrantes, a los que necesitamos porque sencillamente hemos renunciado a disciplinar a los nativos y a enderezar su deriva destructiva.