Opinión

Hacia un Estado de desecho

  • Pedro Corral
  • Escritor, historiador y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

El Estado de derecho va camino de premiar a los impulsores del Estado de desecho. Hay que «explorar soluciones democráticas al conflicto político». Así rezan algunas explicaciones a las imágenes risueñas y hasta desternillantes de Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno en funciones, con un prófugo de la Justicia, Carles Puigdemont, en el Parlamento Europeo.

Quizás convenga recordar que fue Pedro Sánchez, presidente del Gobierno en funciones y socio de la ministra de Trabajo, el que dijo en la moción de censura contra Rajoy que «no hay mayor inestabilidad que la que emana de la corrupción». Imagínense la estabilidad que va a tener un gobierno de España capaz de corromper los principios más básicos de la Carta Magna y de hincarse de rodillas ante los caprichos anticonstitucionales de un tipo que huyó de la acción de la Justicia en un maletero.

Imagínense también la entereza de un Gobierno capaz de amnistiar al mismo sujeto por la causa que tiene en el Supremo por corrupción -léase malversación agravada, con pena de hasta 12 de años de cárcel, y desobediencia- y que ya eliminó el delito de sedición para dejar en pañales la defensa de nuestro sistema democrático ante los ataques de sus socios.
Todo sigue un orden en este deslizamiento cuesta abajo y sin frenos hacia un régimen fundamentado en la arbitrariedad, la desigualdad y la injusticia.

Ahora toca lo de que para solucionar «democráticamente» el problema creado por los que violaron la ley en Cataluña hay que despejar de la ecuación precisamente lo democrático, que es la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, no el privilegio ante la ley de los elegidos por el poder a su conveniencia.

Y para quienes no entendemos ni aceptamos esta vuelta al feudalismo 2.0 nos regalan el cromo del lunes en Bruselas: la «número tres» del Gobierno en actitud jocosa ante un prófugo de la Justicia, hablando además entre ellos sin pinganillo sobre las condiciones para que Sánchez disfrute plurinacionalmente del Falcon y de La Mareta por cuatro años más.

Se entiende perfectamente: los independentistas no le van a dar de nuevo a Sánchez las llaves del jet y los palacetes, ni garantizar la continuidad de sus amigos al frente de empresas y organismos públicos, ni la posibilidad de administrar otros cuernos estatales de la abundancia a cuenta de la deuda pública y del progresivo y progresista empobrecimiento de los españoles, mientras ellos purgan sus delitos ante la Justicia. Hasta ahí podían llegar los indepes, no son masoquistas.

Así que esto pintaría, caso de renovar Sánchez su mandato, a amnistía campanuda, que ya se verá si el artículo 62 de la Constitución quiere decir efectivamente «que no podrá autorizar indultos generales». O si, por el contrario, dice lo que a Sánchez efectivamente le convenga, visto que quiere ampliar su plazo de estancia en La Moncloa recortando el plazo de supervivencia de la España constitucional.

No es que Sánchez no tenga otro remedio: es que no quiere tener otro remedio. Porque piensa que, ampliando mercado para la empresa política de los secesionistas, él tendrá también sus dividendos para la suya. Porque la empresa de Sánchez es la definitiva deslegitimación de los partidos constitucionalistas como defensores de un régimen «continuador del franquismo», como lo pintó Bildu en su negro brochazo final a la ley de «memoria democrática». Un régimen que ha de ser superado por la nueva España plurinacional, léase la hegemonía permanente de las izquierdas y los secesionistas y su consiguiente apalancamiento en las instituciones y las cuentas públicas en régimen de exclusividad.

Sánchez está lejos de decir que «el Estado soy yo», pues su pensamiento político volátil y oportunista contradice a tan firme y pesante pretensión, pero muchas veces parece que le gustaría que el Estado fuera suyo, aunque tuviera que desmontarlo como un mecano para que ni el propio Estado tenga resortes para evitar que lo sea.

Así que, amarrado necesariamente al corto plazo, Sánchez se contenta con mantenerse en La Moncloa para no empujar por miles a los suyos a la cesantía, ya que entonces el primero que tendría que hacer las maletas, también al frente del partido, podría ser él.

Los independentistas y los rupturistas huelen a miles de kilómetros de distancia esa evidente ansiedad de Sánchez. Hasta se diría que precisamente es aquello de lo que se reían Díaz y Puigdemont en Bruselas, éste último con aires de experto: y es que el colchón de La Moncloa no cabe en ningún maletero.