Golpistas escurridizos y desguazados
Que el fugitivo Puchi fuese pillado en una gasolinera que tiene como mascota a un pato es toda una alegoría del prosés: de su carácter absurdo, de su perfil cobardón, de su falta de solidez, de su clamorosa imprevisión, de su naturaleza bufonesca… y de muchas cosas más. Pero, resumiendo, es el perfecto indicador del nivel de los protagonistas de un golpe en el que quienes ahora intentan escurrirse saltando como conejos de país en país —incluidos refugios fiscales, todo es bueno para el convento— han tenido una sensación de impunidad creada por ellos mismos que se ha revelado no falsa sino enteramente fantasmagórica. ¡Pobres!
No se han enterado de nada, y lo están empezando a pagar. Ni Puigdemont ni Rovira ni Gabriel. Ninguno. Ninguna. No han entendido que algo tan grave como la rebelión o la sedición o la alta traición está castigado con las penas más severas por los códigos de cualquier país europeo. No han entendido que es verdad que “los políticos no pueden ser sustituidos en su papel por los jueces”, pero que tampoco por esa regla “los jueces pueden ser relevados en sus funciones por los políticos”; menos por quienes exigen un ‘borrón y cuenta nueva’, una amnistía antes de que lleguen las seguras condenas, un indulto antes de que se pongan sentencias que dejarán desguazados los proyectos de quienes consideran legítimo incendiar la calle, asaltar las instituciones y subvertir cualquier orden constitucional que se ponga por delante.
Quizá la sobrevenida estancia en Neumünster, una cárcel construida hace más de cien años y en la que conviven peligrosísimos criminales de la Europa del Este, de la exYugoslavia o Turquía le haga meditar al depuesto líder separatista sobre la extrema ferocidad de los delitos que supuestamente ha perpetrado y orquestado en primera persona. Ni la justicia penal en España es autoritaria, ni es caprichosa e inmotivada en los fundamentos de sus decisiones. Al contrario: es inexorable e implacable cuando se demuestra que grupos de personas, en actitud de manada, embisten contra los mismos rudimentos de la convivencia para ametrallarla sin importarles las dramáticas consecuencias producidas.
El derecho de manifestación es sagrado. Ello incluye la protesta, las pancartas, los lemas, la asistencia de centenares de miles de ciudadanos o de millones a cualquier hora del día y casi en cualquier lugar. Pero lo que no es de recibo y nunca será aceptable es que ante cada acción llevada a cabo en aplicación de la ley, hordas independentistas tomen el asfalto para destruir el mobiliario urbano, para atacar a las fuerzas de seguridad autonómicas o nacionales, para allanar sedes oficiales, sean regionales o del Estado. Porque esto no es democracia, es barbarismo. Porque esto no es progreso, es la jungla. Esto nada tiene que ver con la defensa de los derechos y las libertades fundamentales sino con su más pornográfico atropello. He regresado hace 48 horas de Waterloo, donde he compartido reflexiones con diplomáticos de la Unión Europea del más alto nivel y de distintos países, no sólo europeos. El pato azul y amarillo de la gasolinera alemana es visto como un personaje investido de más seriedad, solidez, autoridad y credibilidad que Puigdemont. No digo más.
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