Opinión

El General: el último acto de Marlaska

Hay días en que España, esta España nuestra que ya arrastra casi medio siglo de democracia reciente, huele a papel húmedo, a moqueta pisoteada y a expediente que hace tiempo debería haber salido del cajón. Uno imagina a aquellos hombres de antaño sacudiendo su bufanda y murmurando: «Qué decadencia, Dios mío, qué teatro sin decorado». Y, desde la otra esquina del café, al camarero que todo lo ve limpiando una vieja taza mascullar que aquí ya no se salva ni el apuntador.

Porque la política española atraviesa —digámoslo sin rubor— una decrepitud elegante, como esos palacios decimonónicos apuntalados con tablones. Y en una de esas estancias polvorientas aparece el Ministerio del Interior, Grande- Marlaska, convertido en protagonista de la última temporada de un vodevil que algunos, con imaginación cervantina, han querido bautizar watergate español. No importa si la trama es más confusión que conjura; lo grave es que suena verosímil. Y que en política, cuando algo suena, es que alguien ha desafinado.

El ministro Marlaska —hombre de gesto grave y verbo en perfecto modo jurídico cuando debe salvarse a sí mismo— lleva tiempo esquivando sombras: las que le arrojan sus adversarios, las que le atribuyen sus propias acciones, y las que proyecta servir a un presidente —Pedro el grande que siempre parece necesitar un muro de protección más alto. Lo que está claro es que cada explicación suya engendra una sospecha nueva, y cada sospecha un nuevo capítulo para los cronistas del desasosiego.

Marlaska, siempre tan aplicado en salvar los muebles del palacio, ha decidido convertir en general al coronel más brillante de su promoción, justo cuando el hombre andaba metido en las pesquisas más delicadas, esas que rozan a los suyos y les hacen sudar la gota gorda. Y así, con un ascenso, la UCO queda decapitada en plena faena, como si al maestro albañil le cambiasen de obra cuando ya tenía la grieta localizada. Es el arte del poder, de apartar sin expulsar, de ascender para distanciar, de proteger no al país sino al delicado ecosistema afectivo que rodea al presidente, una estrategia que, lamentablemente, se ha vuelto realidad.

Y ahora llega el episodio Salazar, que no es ya un caso, sino una corriente atmosférica que ha abierto ventanas y portazos en el PSOE. De pronto, en los pasillos socialistas se oye siempre la misma pregunta, medio susurro y medio puñalada: «¿Y de esto tampoco se enteró el presidente?» La indignación es tan espesa que se podría cortar con la tarjeta del partido, porque el escándalo no duele sólo por lo que insinúa, sino por el destrozo electoral que promete. No es la corrupción clásica, esa que el votante digiere con resignación mediterránea; es algo peor, un sentimiento de traición que cae justo en el bazo emocional del socialismo, el férreo feminismo que se desmorona. Y ahí es donde más duele: no en el juzgado, sino en la conciencia del militante que ya no sabe si defender al jefe o defenderse de él.

Algunos escritores hablan de estos que nos gobiernan como dominicos comunistas, es decir, inquisidores modernos que predican libertad mientras la atan con un nudo administrativo. Y es que tenemos un clima donde la libertad se arresta por exceso de ambigüedad, la Fiscalía se mira como un botín más y la responsabilidad política se evapora como si fuera un perfume barato comprado en una gasolinera.

Y ahí están también los independentistas, siempre convencidos de que el mañana les pertenece, aunque el hoy les quede grande. Exigen, reclaman, amenazan… amenazan a toda España como si no fueran socios del mismo gobierno, al que luego acusan de todos los males imaginables. Sánchez, que lleva meses caminando por un alambre oxidado, intenta mantenerlos contentos mientras evita mirar hacia el futuro inmediato, no vaya a ser que el futuro le devuelva la mirada.

España —la de verdad, la que paga impuestos y duerme mal cuando oye hablar de amnistías, turbulencias judiciales o negociaciones discretas con los de Junts— está cansada. Muy cansada. Porque el país no quiere más hipócritas de doble bandera, ni iluminados que pretenden reescribirla mientras la desconocen. No quiere que su democracia, que costó sangre, miedo y décadas de crecimiento, se convierta en un mercadillo donde cada cual canjea principios por estabilidad parlamentaria.

Nos acercamos peligrosamente a ese momento en que los ciudadanos empiezan a mirar a sus gobernantes con la misma desconfianza con la que Jean Valjean –Los Miserables– miraba las cloacas de París: sabiendo que algo oscuro fluye, aunque nadie quiera decir su nombre.

Pasarán –como decía– como pasaron Los Miserables de la novela. Pasarán los de gesto indignado que se creen héroes de epopeya y no llegan ni a personajes secundarios. Pasarán ministros, presidentes, portavoces y profetas soberanistas. Pasarán y quedará España, quizá algo manoseada, ultrajada hasta un punto, pero de pie. Siempre de pie.