Opinión

Gamazo Hohenlohe

En París, finalizando el siglo XIX, nacía la hija de los Iturbe y Scholtz, María de la Piedad, Piedita. Aquella niña se casaría con el príncipe de Hohenlohe, Maximiliam von Hohenlohe-Langenburg. En sus estancias en Málaga, el príncipe europeo solía salir de paseo con Adolfo Príes Scholtz, primer conde de Príes, familiar de su mujer. Un atardecer, estando en Guadalmina, vio la casa que se había hecho Norberto Goizueta y, con la rotundidad implícita en su marcado acento alemán, dijo: «Quiero comprar aquí». Príes le dijo que no podía comprar aquel terreno, porque era de unos monjes y que, además, no entendía qué le veía a aquel pueblo de pescadores. Le sugirió que mejor comprara en Málaga. El príncipe debió mirarle con mirada fraternal. El resto es historia.

El impulso que dio aquella decisión al turismo español es incuestionable. La sofisticación del veraneo marbellí fue conocida a nivel mundial. Entre Santa Margarita, en Marbella, y El Quexigal, en Ávila, con Madrid, establecieron los Hohenlohe Iturbe su hogar. Seis hijos alegraron aquellas fincas: María Francisca, Pimpinela, que enlazó con los Gamazo; Alfonso, que se casó en primeras nupcias con Ira de Fürstenberg, una pareja muy cosmopolita que llenó innumerables páginas en las revistas de sociedad; Elizabeth; Maximiliano, conocido por todos como Wonni, casado en primeras nupcias con Ana de Medina Fernández de Córdoba; Christian, que se casó con Carmen de la Cuadra Medina; y Beatriz, que lo hizo con el IX duque de Arión, Gonzalo Fernández de Córdoba y Larios. Es llamativo que todos aquellos niños, tan acostumbrados a pasearse por fiestas europeas, se casaran con españoles, con la excepción de Alfonso, que prefirió Venecia para desposar a la hija de Tassio von Fürstenberg y Clara Agnelli.

La pista de tenis de El Quexigal se convirtió en un exclusivo centro de reunión social. Piedita organizaba meriendas, fiestas, veladas, todo tipo de excusa para que lo más granado de la juventud de la época pasara por su casa. Así fue como apareció Claudio Gamazo Arnús en la vida de Pimpinela. «Hija, ¿has visto cómo juega al tenis el hijo del conde de Gamazo?». Silencio sibilino. En junio de 1945, en la capilla de aquella misma finca, se casaron. Fueron testigos de aquella boda, entre otros, el primo del novio, ya entonces duque de Maura, el duque de Montellano, el marqués de Manzanedo, el conde de Estrada, Santiago Muguiro, Germán de la Mora, otro primo del novio, entre otros. Este enlace hizo que, de golpe y plumazo, Piedita terminara veraneando en Boecillo, un pueblo de Valladolid.

Anna Gamazo Hohenlohe, la segunda hija de aquel atractivo matrimonio, con una lucidez poco frecuente, me desgranó una mañana en su casa las diferencias vividas en su niñez por el enorme contraste entre la familia de una chica que se había puesto de largo en Buckingham Palace, su bella madre, y aquel galán que lo que quería era ir a tirar perdices a Valladolid con su prima Gabriela Maura de Herrera, su apuesto padre. Qué riqueza de matices para aquellos hermanos que saltaban de las fiestas en los palacios centroeuropeos a los septiembres en Boecillo, el pueblo del que partió todo, a comer judías verdes.

También venían a Sevilla, al Palacio de las Dueñas. Terminaré con una anécdota, que, dada la nula popularidad que está obteniendo en esta época el duque consorte de Alba, Jesús Aguirre, toma mayor relevancia. En la feria de abril de 1978, exactamente un mes después de haberse casado con la mítica Cayetana Fitz-James Stuart, presidiendo un almuerzo de treinta personas, el que fuera sacerdote le dijo a Anna Gamazo Hohenlohe con soberbia inspiración: «Como tú sabrás, tu madre ha nacido en mi casa». Sorprendida y natural, ella contestó: «¿En tu casa, en Santander?». Retorciendo el gesto, cual personaje ruso aclamando a la perversidad, subió el tono de voz y, ante aquella poblada mesa, en aquella primavera sevillana, dijo: «¡Cayetana!, ¡esta niña no sabe que su madre ha nacido en Arbaizenea!».

La mirada atónita de todos los presentes la dejo a la más variada imaginación. «Acabáramos», pensó la joven Anna. «Un mes casado y ya es tu casa. Lo siento, pero no te puedo hilar tan rápido con la Casa de Alba». No le caía nada bien aquel señor, porque no le caían bien los problemas, y aquel señor era todo un problema. Nadie se asustó, quizás no habían juzgado bien al viejo, y éste era mucho más astuto de lo que dejaba entender. Esta anécdota es verídica, me la contaron los ojos azules de Anna. También estaban delante Pablo Picasso y Francis Bacon, pregunten a ellos, si quieren.