Gallardo e imputado, y por qué cabalga Vox
Como cuenta mi amigo demógrafo Alejandro Macarrón, hay poblaciones, como Talayuela (Cáceres), donde el 51% de los habitantes de entre 25 y 39 años han nacido en Marruecos. En este municipio Vox obtuvo el 37,2% de los votos en las elecciones extremeñas del 21-D, igualando al PP, y más del doble que en el conjunto de Extremadura. No hay muchos más secretos en la receta ganadora.
Las elecciones del domingo hicieron patente el hundimiento del PSOE, que perdió más de 120.000 votos en Extremadura, convirtiéndose en una mera comparsa. La repetida amenaza de la «ultraderecha», referida a Vox, cada vez más les entra por un oído a los electores y les sale por el otro. Que se lo digan si no a los de Talayuela. Es una advertencia patéticamente inefectiva para desviar la atención de los estrepitosos problemas en los que están enredados los socialistas. El candidato del PSOE lo tenía todo en contra, pero quizá Pedro Sánchez tenía demasiadas cosas que agradecerle (o que temerle). Seguramente también lo impuso como un ejercicio de fuerza ante las bases socialistas, demostrando así poder, y no le importó enviarlo a lo que ya se adivinaba como un “matadero» electoral.
Se sabía que los escándalos de corrupción económica y sexual iban a pasar factura. Sobre todo los sexuales. Pero es significativo el empeño en mantener a un candidato tan marcado. Pedro Sánchez, en su afán por conservar el control absoluto, impulsó a Miguel Ángel Gallardo como candidato en Extremadura a pesar de sus evidentes desventajas: imputado por nepotismo y prevaricación, y con un perfil que rozaba el ridículo en un bastión histórico del PSOE. Esta decisión no parece un error táctico, sino una maniobra deliberada para no ceder terreno a disidentes internos o a «terceros» que podrían desafiar su liderazgo. El escándalo de su hermano -a quien Gallardo ayudó a conseguir una plaza como músico, bordeando la ilegalidad- se quiere ver desde la cúpula del PSOE como una minucia insignificante. Pero Sánchez sabe que el castillo de naipes se derrumba; sólo existe el «sanchismo», que no es más que la supervivencia personal sobre el futuro del partido.
Es la realidad: Extremadura, para Sánchez, es prescindible; un feudo perdido que no altera su ecuación principal: ganar tiempo. Siempre ha apostado por la imprevisibilidad de la política -aliados volubles, giros inesperados, crisis que se diluyen-. Dejar pasar los días es su esperanza, posponiendo el inevitable descalabro nacional mientras se atrinchera en Moncloa, protegiéndose a costa del futuro del propio socialismo. Una jugada que implica sacrificar muchas piezas, pero que prioriza (como siempre) el poder personal sobre la regeneración partidista.
Mientras tanto, el PP ha ganado las elecciones. Pero no será un camino de rosas. El PP perdió votos respecto a 2023 y no alcanzó la mayoría absoluta, y va a depender de la abstención o del apoyo del partido de Abascal, cuyos escaños han subido de 5 a 11. El PP no amplió sus bases sociales, y se auguran negociaciones difíciles con un Vox legitimado. Lo que viene ahora será el laboratorio de ensayo de las fórmulas más adecuadas para una asociación que marcará las futuras elecciones en el resto de una España que necesita cambios.
Más les vale no decepcionarnos, porque Sánchez y su siniestra coalición siguen ahí. Él y sus socios vislumbran claramente el futuro: si no ocurre un milagro (una desgracia para nosotros), no volverán a estos cargos y a estos sueldos en muchos años. Ellos saben que mientras hay gobierno, hay esperanza. Gallardo estaba amortizado. Que no nos confundan.
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