Opinión

La erótica reforma fiscal de Trump

Donald Trump lleva un año como presidente y su tan anunciada reforma fiscal sigue sin llegar. A última hora, en ese típico sprint que siempre caracteriza la aprobación al límite de los proyectos legales, en la recta final del ejercicio, Trump vio la luz verde a su propuesta, aunque, eso sí, con ligeros recortes que tampoco se trataba de que la Cámara diera el visto bueno tal cual a una normativa de fuste tributario. Cualquier bajada de impuestos, desde luego, da alas a los contribuyentes, contagia de ilusiones e imprime un renovado vigor en la economía. ¡Ojalá alguien en España pensara que bajando los impuestos la recaudación tributaria puede aumentar! Pero como nuestras mentes pensantes son cerradas y tozudas, siempre irán en contra de la corriente que el sentido común impone. Bajar impuestos no necesariamente es sinónimo de caída en la recaudación tributaria. Por eso, aquí, en Europa, las cinco grandes potencias cuestionan la reforma fiscal de Trump, porque sus gerifaltes son de los que creen que el ratio de presión fiscal —impuestos y cotizaciones sobre producto interior bruto— indefectiblemente tiene que ser cada vez más alto.

Somos los europeos quienes acabaremos denunciando a Trump ante las instancias pertinentes, acusándole de dumping fiscal y tergiversando la naturalidad y razón de ser de los planteamientos tributarios y económicos del actual inquilino de la Casa Blanca. De hecho, el mejor impacto del paquete normativo aprobado en Estados Unidos se concentra en el impuesto sobre sociedades, un impuesto que en muchos países se está retocando a la baja por varios motivos; entre ellos, para evitar la fuga de sociedades hacia otros territorios con fiscalidad más tierna y apacible, para acabar con la triangulación fiscal que las multinacionales llevan a cabo jugando con sus subsidiarias domiciliadas en zonas de baja tributación, para animar la inversión en el propio país que conlleve la creación de empleo y que la actividad se acelere… Hasta ahora el tipo de gravamen del impuesto sobre sociedades en Estados Unidos era del 35% y la reducción aprobada lo rebaja al 21%. Por consiguiente, las empresas norteamericanas, que en estos años están cosechando suculentas ganancias que redundan en sus elevadas cotizaciones bursátiles y en generosos repartos de dividendos, saben que desde ahora sus beneficios se gravarán en menor cuantía y el excedente libre de impuestos, que se aplica a distribuir dividendos y a aumentar las reservas, crecerá. Lo uno lleva a lo otro: si las acciones cotizaban con júbilo hasta el momento, con mayor entusiasmo cotizarán en este arranque de año.

Con ser trascendental esa bajada del tipo del impuesto sobre sociedades, el extremo descollante del asunto viene dado por el interesante aliciente que se promulga para la repatriación de beneficios hacia Estados Unidos. Hasta ahora, cuando una compañía multinacional norteamericana repatriaba las ganancias obtenidas fuera de Estados Unidos, tributaba sobre las mismas, en el momento de su repatriación, el 35%. Mientras que si no las repatriaba, el efecto del impuesto sobre beneficios era exactamente el mismo, es decir, su resultado antes de impuestos se veía aminorado por la carga tributaria, pero con un detalle singular: el impuesto quedaba diferido hasta que se procediera a la repatriación.

Así que, por un lado, se reflejaba el coste fiscal en la cuenta de pérdidas y ganancias, gravando al 35% el beneficio antes de impuestos, pero, por el otro lado, se contabilizaba en el pasivo no corriente el impuesto diferido que no se liquidaba hasta que tales ganancias no se llevaran a Estados Unidos. En suma, que no se pagaba el impuesto sino que quedaba aparcado hasta el día de la repatriación. Pues bien, el meollo nuclear de la reforma legislativa de Trump viene dado por la importante reducción de la tasa de repatriación que se fija en el 15,5%, por debajo incluso del nuevo tipo de gravamen del 21%.

Consecuencias

Por lo pronto, que todos aquellos beneficios embalsados en forma de reservas, pero cuyos fondos monetarios permanecen fuera de Estados Unidos, pasan a estar gravados al 15,5%, con lo cual la partida de pasivo que registra en el balance el impuesto sobre beneficios diferido automáticamente, al cierre de 2017 al haber sido aprobadas las nuevas medidas antes de fin de año, disminuye su saldo. A ver si soy capaz de aclararlo. Imaginemos que una compañía norteamericana ganó 100 millones de dólares antes de impuestos y registra en su cuenta de pérdidas y ganancias el efecto del impuesto sobre sociedades al tipo del 35%, 35 millones de dólares. Como los beneficios nos lo repatría a Estados Unidos, en su balance, en el pasivo a largo plazo, figura un impuesto sobre beneficios diferido por esos 35 millones de dólares vinculados a unas ganancias que de momento permanecen, por ejemplo, en Dublín.

Con la nueva legislación, esa hipotética compañía ajusta su pasivo por impuesto diferido a 15,5 millones de dólares. ¿Qué pasa con la diferencia hasta alcanzar los 35 millones que estaban contabilizados? Es un ajuste positivo en la contabilización del impuesto sobre sociedades y, por lo tanto, dependiendo de la alternativa contable, o las reservas de la compañía aumentan en 19,5 millones de dólares – 35 millones menos 15,5 millones – o se realiza un ajuste en la cuenta de pérdidas y ganancias que bien podría registrarse al cierre de 2017. Y desde ahora, suponiendo que se obtenga un beneficio de 100 millones de dólares fuera de Estados Unidos, su gravamen por impuesto sobre sociedades no será de 35 millones sino de 15,5 millones; en otras palabras, que el excedente neto obtenido por la empresa pasará de 65 millones netos a 84,5 millones.

¿Qué consecuencias entraña, pues, ese nuevo planteamiento tributario? Que el resultado del ejercicio 2017 se incrementa a consecuencia del ajuste fiscal y que los pasivos exigibles se contraen por el mismo motivo. Pero si eso es lo concerniente a la cuenta de pérdidas y ganancias y al balance, ahora viene el trasiego del dinero. Se habla de que las grandes multinacionales norteamericanas tienen una tesorería de en torno a 1,4 billones de dólares fuera de Estados Unidos y solo las grandes tecnológicas concentran sobre los 500.000 millones de dólares lejos de allí. Para ser exactos, al cierre de 2016, los fondos monetarios de Apple, Alphabet, Microsoft, Amazon y Facebook ascendían, según sus respectivos balances, a 508.897 millones de euros. Solo Apple, a la cual se toma como referencia usual, lucía unos fondos monetarios a 30 de septiembre de 2017 —fecha de cierre de su último balance— de casi 270.000 millones de dólares.

Gana EEUU

Una parte más o menos grande de esas sumas de dinero —con el incentivo fiscal de tributar al 15,5%— se moverán desde los lugares en que actualmente se encuentren depositadas hacia Estados Unidos llegando a, digamos, Nueva York. Con tantos billetes, ¿qué se hará? Por lo pronto, reducir parte de la deuda que las grandes compañías hayan contraído para poder pagar dividendos en Wall Street al estar, hasta hoy, su liquidez a buen recaudo lejos de América. En segundo lugar, a repartir dividendos y poner en marcha programas de recompras de acciones que devienen en aumentos de rentabilidad para los inversores que permanezcan vinculados a la empresa y hacer efectivas sus plusvalías para los accionistas que opten por vender parte de sus títulos. No solo eso, además, al mejorar los beneficios generados por la compañía se satisfarán retribuciones o pluses extraordinarios a los empleados. De hecho, Boeing ya ha dotado 300 millones de dólares para ello.

Lo mejor del caso es que se calcula en unos 200.000 millones de dólares la suma que recaudará el fisco norteamericano. Los ahorros fiscales anuales de los que se beneficiarán a partir de ahora las multinacionales norteamericanas rondarán los 150.000 millones de euros. Por cierto, ¿qué se hará además con tanto dinero en cash por parte de un gran número de conglomerados norteamericanos? Invertir y crear empleo y, a la vez, aumentar salarios. No obstante, para algunas entidades, principalmente financieras, que acumulan créditos fiscales en los activos de sus balances, la disminución del tipo del impuesto sobre sociedades repercute negativamente en la cuantía de tales créditos fiscales por aquella misma regla de tres que antes explicábamos a propósito del impuesto diferido. Algunos bancos verán cómo sus activos sufren un severo ajuste de algún que otro millardo de dólares. En contrapartida, desde 2018 la tributación de sus beneficios será más laxa y, en consecuencia, el excedente repartible aumentará.

La historia de esa reforma fiscal de Donald Trump, con todo, no acaba aquí. Algunas de las grandes compañías europeas que también están en Estados Unidos se plantearán la posibilidad de reubicar parte de sus actividades empresariales en suelo norteamericano. Éste es el caso de los gigantes automovilísticos alemanes que desde hace años fabrican varios de sus modelos en Estados Unidos. De confirmarse esa perspectiva, las inversiones se concentrarían allí y la creación de empleo también. Sumemos a ello la vía de desregulación en la que insiste Trump y los ajustados costes de energía que se dan en Estados Unidos. Por consiguiente, Estados Unidos gana una baza de competitividad frente a Europa y Japón. Entretanto, acá, en Europa, nuestras autoridades arremeten con dureza contra el paquete fiscal de Donald Trump. ¿No sería mejor que actuaran en pro de la economía europea en vez de poner tantas trabas y colocar tantos obstáculos burocráticos, de fustigar tanto a nuestras empresas, de cargarlas de absurda legislación en su afán desmedido por regularlo todo y exigir tributaciones tan elevadas?