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El día que Doña Sofía fue grosera y maleducada

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No se entenderá jamás el vergonzoso silencio de Doña Sofia ante las continuas humillaciones por parte no sólo de su marido sino también de su nuera, sus nietas y hasta de su amadísimo hijo.

En todo dramático folletín llama la atención el silencio, desde el primer momento, de la persona supuestamente más afectada por ser todavía la sufridora esposa. Cierto es que a Doña Sofia no se le ha oído jamás quejarse de su complicada relación matrimonial.

Que se sepa, y yo lo sé por confidencia de mi amigo el inolvidable general Sabino Fernández Campo, sólo en una ocasión Doña Sofia supo responderle con cierta dignidad al rey, quien, en el fragor de una pelea y lleno de ira, le había gritado:

–¡Te odio! ¡Te odio!

A lo que ella respondió:

Ódiame, pero fastídiate que no te puedes divorciar.

Por ello, nunca entenderé aquel comportamiento, aquella inexplicable descortesía de la entonces Reina con un presidente de Grecia, Kostas Karanmalis, en visita oficial a Madrid en octubre de 1984.

Como tal, los entonces Reyes Juan Carlos y Sofía le ofrecieron una cena de gala en el Palacio Real. Aquel día y en aquella ocasión, doña Sofía, siempre tan comedida, siempre tan profesional (se lo ha reconocido hasta el propio Rey), perdió esa profesionalidad y no se comportó como debía, como tenía que haberlo hecho. Ese día fue grosera y maleducada.

«No me hable usted de Grecia»

Para empezar, aquella noche no se colocó la banda de la condecoración que, como es habitual, el presidente griego había intercambiado con sus reales anfitriones. Por el contrario, para humillarlo con su real desprecio, sobre su elegante traje de lamé de plata con brocados y cubierto de pedrería, se colocó, cruzándole el pecho, la banda de muaré azul ultramar y rebordes blancos de la Orden Monárquica Olga y Sofía que, en su día, le había concedido su padre, cuando era el rey Pablo de Grecia, y, sobre el hombro izquierdo, la Gran Cruz de sus antepasadas reinas y la placa del centenario de la Casa Real de Grecia.

No hay que olvidar que, cuando el presidente Karamanlis visitó España, el rey Constantino, el hermanísimo de Doña Sofía, había sido ya desposeído hasta de su nacionalidad, títulos, tratamientos y honores, para ser sólo, por decisión del Gobierno de Karamanlis, el ciudadano Constantino.

Pero Karamanlis cometió el error de preguntar a la soberana española por su hermano. Y ella, haciendo alarde de una total descortesía, impropia no de una reina sino de una anfitriona, ni le contestó. Karamanlis, violentísimo ante la actitud de la soberana, sentada a su lado en la mesa, como protocolariamente correspondía, intentó justificar «su traición de diez años atrás». Pero Doña Sofía le cortó en seco y, con un tono de violencia contenida, le gritó: «Señor presidente, yo soy la Reina de España. No me hable usted de problemas internos de Grecia”.

Dicho esto, le volvió la espalda ostensiblemente para ponerse a hablar con la persona que estaba sentada a su otro lado.

Al señor presidente se le debió atragantar el menú, a pesar de estar regado con espléndidos vinos.

¡Que peligro tenía entonces Doña Sofía cuando era… la Reina! Hoy es tan sólo una pobre mujer ofendida y abandonada.

A propósito de esta anécdota, recuerdo que no era la primera vez que Doña Sofia perdía los papeles y la compostura para reprochar, en este caso al periodista que firma este artículo, algo que ella interpretó como un ataque a su persona. El motivo, otra visita de Estado, en este caso que nos ocupa la del entonces presidente de Irán, Mohamed Jatami, el 28 de octubre de 2002.

Reconoce ser vegetariana

Para evitar cualquier problema de protocolo con la presencia de vinos y bebidas alcohólicas, la tradicional cena de gala se reemplazó por una simple recepción. «Como Doña Sofía que no quiere que en los menús en las cenas, incluso de Estado, figuren carnes», escribía yo a propósito de esta sustitución en mi columna de entonces en El Mundo. Y también por el «menú especial vegetariano» (sic), pensando en la Reina Sofía, a base de pescados, verduras y frutas de la zona, en la cena de gala a los reyes eméritos en Sanxenxo, en homenaje al buque-escuela Juan Sebastián Elcano, en el Real Club Náutico de la localidad gallega.

Al coincidir con doña Sofía en el hotel Reconquista de Oviedo con motivo de la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, al verme se dirigió a mí visiblemente contrariada para decirme: «Yo no soy una fundamentalista».
Tal cosa no la había escrito nunca. Fue una mala interpretación de la columna mía antes citada, en la que me refería a la estancia en Madrid del presidente iraní. La Reina interpretó que yo la había tachado de fundamentalista como al iraní. «Señora, fundamentalista ¡no!, pero vegetariana ¡sí!».

Y la propia Sofía le confiesa a Pilar Urbano para su libro La Reina (Plaza y Janés, 1996): «Cuando alguien me pregunta por qué soy vegetariana o qué tipo de vegetariana soy… ¿Es por respetar la vida de los otros seres? Bueno…, sí. Pero un pescado es un animal. Y estaba vivo cuando era un pez en libertad. También las verduras tienen vida… Yo no soy vegetariana por ninguna razón naturalista, ni estática, ni dietética. Yo soy vegetariana porque cuando murió mi padre pensé ¿qué puedo darle?, ¿qué puedo hacer por él?, ¿qué puedo ofrecer? Y en ese momento, decidí ofrecer por él algo que pudiera costarme: no comer carne en toda mi vida. Y ese es el único motivo por el que soy vegetariana».

Chsss…

«¿Qué pasa con los jueces para que lo que valía con Urdangarin no valga con Begoña?”, se pregunta Alfonso Rojo.

Muy bueno lo de Ramón en Abc: «El problema no es la mujer de Sánchez, sino el marido de Gómez».

¡Qué grandes diferencias! Mientras él viaja continuamente en el Falcon, los diputados alemanes están obligados a viajar en turista como ejemplo sobre la sobria utilización de los fondos públicos.

Ha tenido el buen gusto de no vender la exclusiva de su boda al Hola.

Su trabajo consiste en primer lugar en hacerle una reverencia y luego saltar a la cama.

El gran jefe es como una jarra de cerveza y él como una delicada copa de champagne.

No sabemos si nos produce más espanto que rechazo, más desprecio que terror, más ira que angustia. Fácil saber de quién hablamos.

Es de desear que en esta ocasión no habrá tenido que pedir a su hijo un poco de respeto «porque soy tu padre», como sucedió en aquella de 2022.

Aquello de «lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir», forma parte de la historia más triste de este país.

«A mí, la fidelidad me da igual. Es una gilipollez, no le doy ningún valor». ¿Qué pensará ella?

El tal Álvarez continua con sus ataques al Rey (sí, el Rey) calificándole de «trapacero». ¿Por qué le desprecias tanto, hombre?

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