Opinión

La desmemoriada y fascistoide Ley de Memoria Histórica

Es para hacérselo mirar que casi 43 años después de la muerte del dictador y 79, que se dice pronto, del fin de la Guerra Civil, pervivan las dos españas. Peor aún: que pervivan con más acritud que nunca desde el restablecimiento de las libertades en 1975 y casi con tanta intensidad como en aquel infausto 1936 que tiñó de negro nuestra historia para siempre. El guerracivilismo está presente en los medios de comunicación y en la política (no en la sociedad, que pasa de ello) de una manera que Torcuato Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Felipe González y Manuel Fraga no hubieran imaginado ni en la peor de sus pesadillas nocturnas.

El culpable de este dislate tiene nombre y apellidos: José Luis Rodríguez Zapatero. El leonés de Valladolid tiró a la basura lo mejor que hemos hecho en España en 500 años de historia: el Pacto de la Transición, que permitió olvidar nuestro lamentable pasado integrando en las instituciones a quienes habían perdido la Guerra Civil. Ver a Adolfo Suárez forjando la democracia de la mano de Santiago Carrillo no tiene precio. Aquel Pacto de la Transición permitió que los que habían perdido la Guerra teniendo que partir muchos de ellos al exilio ganasen las elecciones el 28 de octubre de 1982. Aquella noche de los 202 diputados de Felipe González se consumó definitivamente la transición de la dictadura a la democracia. Ya no había marcha atrás ni dos españas, sino una sola. Y el abogado sevillano lo tuvo claro intentando gobernar para todos, ensanchando el horizonte de sus decisiones con una transversalidad que nadie hasta ahora ha logrado.

El guerracivilismo durmió el sueño de los justos hasta que el tan mediocre como ciertamente demócrata en sus costumbres José Luis Rodríguez Zapatero sacó adelante la Ley de Memoria Histórica sin consensuarla con el elenco de rivales políticos que en ese momento encabezaba Mariano Rajoy. Es decir, todo lo contrario de lo que hizo Adolfo Suárez, que gestó el proceso constituyente con los que hasta entonces (1978) eran considerados por el oficialismo postfranquista poco menos que como la reencarnación del maligno. Carrillo era considerado Belcebú por los ministros de la Transición al punto que la legalización del Partido Comunista de España el llamado Sábado Santo Rojo de 1977 supuso la espantada de numerosos altos cargos, entre ellos, el ministro de Marina, Pita da Veiga.

La Ley de Memoria Histórica resucitó con inaudita agresividad las dos Españas que creíamos enterradas para siempre. Tamaña irresponsabilidad de Zapatero tiene peores consecuencias prácticas que la ruina que nos legó porque la crisis ya pasó y el guerracivilismo, mucho me temo, continuará ahí al menos otra generación cuando pensábamos que ya sólo era un terrible fantasma del pasado. Un dislate que nos hace retroceder como país más de 40 años, si no 80. La concordia fue posible en 1977 pero ahora en 2018 es un imposible físico y metafísico por culpa del artefacto con efectos retardados que nos dejó como legado el iluminado de ZP.

La Ley de Memoria Histórica engendró un concepto tan estúpido como falaz: que la Guerra Civil fue una batalla entre la democracia y el fascismo. El mejor hispanista vivo, el estadounidense Stanley G. Payne, buen amigo de mi familia, lo pudo decir más alto pero no más claro hace una década: “La Guerra Civil fue una guerra de malos contra malos”. Los extremistas del bando republicano habían abjurado de la democracia un par de años antes alentando el matonismo contra toda la discrepancia y asesinando curas, violando monjas e incendiando iglesias. Item más: tal y como demuestran Álvarez Tardío y Villa García en su irrefutable (por lo documentadísimo) libro Fraude y Violencia, el Frente Popular ganó con un bestial pucherazo en esa antesala de la Guerra que fueron las elecciones de 1936.

Tan cierto es que la Segunda República fue la primera democracia española (por cierto, título de otro maravilloso libro de Payne) gracias a personajes como Alcalá-Zamora, Azaña o Lerroux como que degeneró en una suerte de dictadura comunista en la que los asesinatos políticos estaban a la orden del día y en la que los moderados pusieron pies en polvorosa viendo cómo se las gastaban los Largo Caballero, Carrillo, la endemoniada Pasionaria y compañía. Y que a los malos del Frente Popular les sucedió en la gobernación de España un Francisco Franco tan implacable o más en la destrucción del enemigo que ellos mismos. La historia habría sido la misma, sólo que al revés, si el frente marxista hubiera doblado el pulso al tirano ferrolano. Habrían establecido una satrapía comunista títere de la Unión Soviética, igual de sangrienta y represiva que la fascistoide que alumbró el resultado de la Guerra Civil.

No entiendo por qué ahora Pedro Sánchez, que olvida que para ser presidente debe imitar a Felipe González ampliando su base social y centrando el discurso, se lía con una reforma de la desmemoriada Ley de Memoria Histórica que entre otras cosas pretende una Comisión de la Verdad, que será la que fije quiénes son los buenos y quiénes los malos. Y yo que pensaba que en todas las guerras civiles son todos malos-malísimos, más malos-malísimos que en una confrontación bélica normal porque matarse entre hermanos, primos, amigos y vecinos es doblemente inmoral.

La Comisión de la Verdad es purito fascismo. Miedo me da. Porque se empleará para estigmatizar a quienes no piensan como ellos. Al tiempo. La especulación deja lado rápidamente a la convicción cuando les comento quién apadrina junto al PSOE la reforma de la Ley de Memoria Histórica que se votará el próximo martes: Podemos. Esto es, el partido más revanchista, resentido y chequista que ha parido madre desde que en 1977 recuperásemos esa tan sanísima como maravillosísima costumbre de elegir en votación universal a nuestros representantes políticos.

Cuentan con todo mi apoyo para desenterrar y enterrar dignamente con dinero público a los muertos de las cunetas. Y con toda mi oposición a la inmensa mayoría de las medidas, entre otras, la de impulsar la reescritura de la historia en los colegios en base a las opiniones y no a los hechos contratastados. Que PP y Ciudadanos miren lo que ha ocurrido en Cataluña con la prostitución de la historia para calibrar lo que será España dentro de cuatro lustros si se da carrete a esta barbaridad histórica, ética y hasta estética si me apuran.

El precedente de las calles no invita precisamente a la esperanza. Se quitan, con toda la razón del mundo, las calles en honor a los militares y pensadores del bando franquista pero se mantienen las que homenajean a una matona como Dolores Ibárruri («esta es la última vez que este hombre se dirige a la Cámara», dijo 72 horas antes del asesinato de Calvo-Sotelo) o Carrillo, que ordenó ejecutar a 6.000 personas en Paracuellos. Por no hablar de las que recuerdan al mayor asesino de la historia, Josif Stalin, a Companys, responsable de 8.000 fusilamientos, o a Lenin, líder de una Revolución que instauró una dictadura en Rusia que se extendió en el tiempo durante siete décadas.

Y que dejen a los muertos en paz. Jamás he estado en el Valle de los Caídos y jamás estaré porque me parece un lugar casposo y porque mi madre no me lo perdonaría pero mover tumbas y restos humanos me provoca cierto yuyu. No olvidemos que en la minimontaña de El Escorial presidida por la cruz de 150 metros reposan no sólo los restos del dictador sino también los de otras 33.000 personas. Un servidor y OKDIARIO, mientras tanto, continuarán luchando por la instauración de la Tercera España, la de Marañón, Ortega y Pérez de Ayala. La que inspiró el nacimiento de este periódico. En buena medida, la España que inspira esa Institución Libre de Enseñanza en la que me eduqué. Y a Pedro Sánchez le recordaría que él mejor que nadie encarna el Pacto de la Transición. Su familia paterna era genuinamente socialista y la materna, inequívocamente franquista de la mano de su abuelo El Carnicero Antonio Castejón, Pues eso, querido Pedro, sé tú mismo. Que eso, más para bien que para mal, es España.