Opinión

Dávila Garvey

Jerez vivió un siglo XIX espléndido. El oro manaba gracias a un líquido, el vino. Se construyeron entonces los grandes palacios y se plantaron los jardines con césped inglés con las primeras chozas rústicas. Los barcos traían para los nuevos próceres botellas de champagne y cajas de cedro con habanos que se consumían en la bulliciosa vida social que giraba en torno a la gran dignitas que suponía ser poseedor de una bodega. Esos santuarios con altas arcadas que parecían naves de catedral románica, según las definió Benito Más y Prat -me refiero a las bodegas jerezanas-, fueron poco a poco transformando la fisonomía de esta urbe. Durante el siglo XVIII, se elevaron 440 construcciones de este tipo, coincidiendo con el florecimiento de la viticultura; pero no fue hasta el XIX cuando, en virtud de la proliferación de esta arquitectura bodeguera, algunas edificaciones se convirtieron en el elemento distintivo de la ciudad alcanzando un número de 518 bodegas.

Théophile Gautier, en el viaje que hizo a España en 1840, relató con fino humor su visita a uno de estos edificios. El escritor francés quedó impresionado ante las avenidas de toneles colocados en filas superpuestas y no dudó en someterse con gusto a la cata de los diferentes caldos allí guardados. Debió probar todo el registro de vinos, pues sus palabras son elocuentes del estado en el que terminó su excursión a la bodega jerezana. Merece la pena que las lean, así que las transcribo literalmente. Su legado sobre los efectos de la cata de los vinos de Jerez del siglo XIX dice así:

«Después de un estudio tan completo de enología jerezana, lo difícil era llegar a nuestro coche con una rectitud suficientemente majestuosa para no comprometer a Francia frente a España. Debo decir con orgullo bien legítimo, que fuimos a nuestra calesa en un estado de perpendicularidad bastante satisfactorio, y que representamos gloriosamente a nuestro querido país en esta lucha contra el vino más capcioso de la península».

Para no perdernos en más divagaciones voluptuosas sobre el Jerez decimonónico, me centraré en una parcela concreta, la que correspondía a una niña jerezana, cuya elegancia fue seña de identidad desde la infancia:  María Consolación Dávila Garvey (1890 – 1938). Comenzaré esbozando la genealogía paterna, una de las más importantes de la zona. Los Dávila de Jerez de la Frontera se remontan al siglo XIII, llegaron  con la repoblación en tiempos de Alfonso X el Sabio. Esteban Domingo Dávila y su esposa Ximena Blázquez, señores de la aldea de Villamarta, marqueses de Villapanés, llegaron a esta tierra gaditana asentando la Casa primera de los Dávila y el tronco de la cual proceden todas las demás. El hijo de ambos, Matheos Dávila, I señor de la aldea de Villamarta, fue conquistador y poblador de Jerez y uno de los trescientos caballeros hijosdalgo que el rey Alfonso X heredó en ella. Afirman algunos genealogistas que de este Matheos Dávila procedió la familia Dávila de Jerez de la Frontera. Han pasado casi ocho siglos desde que Esteban y Ximena, sus padres, llegaron a Andalucía. A la misma familia Dávila Ponce de León perteneció García Dávila Ponce de León, I marqués de Villamarta desde 1679, título que continuó en sus sucesores junto con los de marqués de Mirabal y conde de Villafuente Bermeja.

En la segunda mitad del siglo XIX, siguieron con la continuación de la rama troncal los marqueses de Villamarta Dávila. Álvaro Dávila Pérez de Grandallana y Francisca de Caracciolo de Ágreda Balleras contrajeron matrimonio en 1863 en la Iglesia de San Miguel de Jerez. Tuvieron cinco hijos: Josefa, Álvaro, Gonzalo, Enriqueta y Sancho. El primer varón, Álvaro Dávila Ágreda, X marqués de Villamarta Dávila, fue el padre de Consuelo. Este Caballero de la Real Maestranza de Ronda se casó en 1888 en la Parroquia de San Marcos de Jerez de la Frontera con María Ángeles Garvey González de la Mota, hermana del I conde de Garvey. William Garvey Power (1756- 1824) sería, por su carácter intrépido, profundamente temido por la diosa del tedio. La palabrita ennui es, por oposición, perfecta para describir sus andanzas. Este aristócrata irlandés del condado de Waterford fundó en 1780 su bodega y logró alzarla entre las primeras del sur de España en muy poco tiempo. Esbozar el contexto de su aventura es sembrar el carácter en que se formó la familia materna de Consuelo.

En este proclive ambiente, y buscando asentarse definitivamente, William Garvey se casó con Sebastiana Gómez Jiménez. Si su lema empresarial con éxito había sido “San Patricio nos guíe”, también puso el nombre de este santo al hijo varón que le sucedería. Patricio Garvey Gómez, nacido en 1796, siguió desarrollando, aprovechando el ascendente del visionario, el negocio empezado por su padre. Se casó con una joven francesa de una adinerada familia, Mary Capdepont Lacoste, siendo el hijo de ambos Patricio Garvey Capdepont. Fue el vástago de éste, fruto de su matrimonio con Consolación de la Mota y Velázquez-Gaztelu, el I conde de Garvey. Patricio Garvey y González de la Mota se casó con Ana María Maldonado Urquiza. Al no tener descendencia de este matrimonio, el I conde dejó su título al nieto mayor de su hermana María, que estaba casada con Álvaro Dávila y Ágreda, marqués de Villamarta-Dávila. Así pues, el hijo de Álvaro Dávila Garvey y su mujer, Pilar Armero Castillo, Álvaro Dávila y Armero, fue el II conde de Garvey y XI marqués de Villamarta-Dávila.

Consuelo Dávila Garvey fue sobrina del I conde de Garvey y tía del II conde. Con ella se estrenaron como padres el matrimonio formado por Álvaro Dávila Ágreda y María de los Ángeles Garvey González de la Mota, marqueses de Villamarta-Dávila. Le siguieron Álvaro, único hermano varón, I conde de Garvey; Blanca, casada con Jerónimo Domínguez Pérez de Vargas, marqués de Contadero; María, casada con Ignacio José Vázquez; y Ángela, casada con Luis Ramos-Paul García-Serna. El destino de aquella primogénita de abolengo, de exquisitas maneras y esmerada educación, se turbio de un tono acentuadamente gris con el devenir de los años, pero antes de ver el ocaso de las ilusiones, vivió la primavera del amor con un Ybarra, Tomás Ybarra Lasso de la Vega, único hijo del segundo matrimonio de Tomás Ybarra González y su segunda mujer, María Concepción Lasso de la Vega Zayas.