Opinión

Crónica marroquí

Estuve el pasado fin de semana en Tánger. Tenía una reunión importante en el Fairmont, con sus vistas privilegiadas. Les cuento mi aventura desde el principio, porque son los detalles los que mejor describen la distancia que aún existe entre este puerto morisco y lo nuestro. Mi acompañante y yo partimos desde Tarifa, la tierra defendida por Guzmán el Bueno. Nos adentramos con tranquilidad por el estrecho de Gibraltar a primera hora de la mañana, disfrutando del fascinante espectáculo de la naturaleza.
Al llegar, en un ambiente bastante despejado, nos enfrentamos al control de la aduana. Previamente, tuvimos que rellenar un cuestionario exhaustivo, en el que nos preguntaban desde el número de pie hasta el signo del zodiaco (exageración andaluza, permitida por ser la autora autóctona). Atendía una llamada importante en ese momento, fue mi acompañante quien rellenó mis datos, de manera que desconocía la información que había facilitado a las autoridades.

Al entregar el papelito al policía marroquí, me miró con una extrañísima cara que me hizo estremecer. Muy serio, amenazante, me preguntó: «¿En qué periódico trabaja?». De repente, el celeste ambiental se volvió gris, música inquietante, todas las alarmas encendidas, terror ambiental, sudor de frente, sensación de tener a cinco policías detrás preparados para esposarme, angustia, desesperación, pánico, no me salía la voz del cuerpo.

Mi acompañante hizo honor a su «tipín» de torero y sacó el capote: estuvo ágil, brillante, espontáneo, franco y encantador. Todo salió bien, pudimos entrar en Marruecos.

Dimos un paseo por la medina. Cambiamos algunos euros por dirhams para ejercer de turistas, comprando algunos caprichitos artesanos, de esos que se importan por estupendas tiendas españolas, vendiéndose cinco veces más caros. Se hacía tarde, así que, iluminados por la fascinante luz del mar y el azul de sus cielos, caminamos en busca de un taxi. La sensación de aventura no me abandonaba. Ese azul tangerino, con pinceladas de mil y una noches, acentuaba el contraste entre mi indumentaria veraniega, fresca y ligera, y los hiyabs que inundaban las calles.

Gatos por todas partes, calles empinadas, enroscadas entre ellas, olores exóticos creaban un paisaje idóneo para alentar a cualquier bandido. Reconozco que en ocasiones sentía cierto temor, amortiguado por mi compañía. Por fin llegamos a una avenida, en la que había cientos de coches celestes, como el ambiente, eran los taxis. Paramos uno y subimos. Tras darle las indicaciones del Fairmont, comenzó a circular sin semáforos, sin aire acondicionado, casi sin orden ni estabilidad, aquel trayecto fue como volver a la Europa de los años setenta. Sin embargo, la escena era encantadora gracias al telón de fondo. Llegamos a nuestro destino: tres euros por una carrera de casi media hora, ¡fascinante!

Mis obligaciones en el Fairmont discurrieron a la perfección. Finalizado el deber, había que regresar a España, así que vuelta al puerto y a enfrentarnos a un maremágnum de musulmanes en la frontera. Mis brazos al aire, mi escote generoso, mi pelo suelto, mis pestañas pintadas, mi brillo de labios contrastaban con todas las hembras de mi alrededor. Haciendo alarde de mi buen humor, susurré a mi acompañante mientras señalaba a la que tenía más cerca: «Ella es tímida y yo no», guiñito al éxito veraniego de la cantante colombiana Karol G.

Apenas dio tiempo a procesar la broma, cuando ya era nuestro turno. Aduana española, en tierra gaditana: «Desde que les he visto de lejos, sabía que eran sevillanos. Pasen». Nos miramos sorprendidos. ¿Y el cuestionario? ¿Y el momento de suspense inquietante? Sin darle más vueltas, nos fuimos directos a tomarnos una cerveza helada y a darnos un baño para quitarnos el brillo moruno. Me dieron ganas de hacer striptease para desquitarme; pero, si no lo he hecho nunca, no lo voy a hacer a la «semivejezviruela», así que me limite a gritar a viva voz: ¡Viva España!, zambulléndome en sus aguas limpias y maravillosas.