Opinión

Cataluña: Estado de Derecho vs desobediencia civil

Las últimas semanas han sido intensas para todos los que vivimos —o queremos vivir— cerca del Derecho. La situación que vive nuestro Estado a raíz de la Declaración Unilateral de Independencia de Cataluña es un hito sin precedentes que está marcando un antes y un después en la historia de nuestro país. Todo ciudadano que esté siguiendo con atención la actualidad política sólo puede encontrarse con un sentimiento: el de preocupación. Dicho sentir se multiplica aún más si se da el valiente paso de ajustar la nitidez de la imagen que nos aportan nuestros ojos de ciudadano con unos pocos matices jurídicos. Delante de nosotros aparece un escenario maquiavélico, difícil de imaginar hasta en un plano hipotético.

La actuación de las instituciones catalanas respaldada por un porcentaje importante de la ciudadanía supone el mayor reto al que se ha enfrentado nuestro Estado de Derecho desde el momento de su constitución. El ataque, directo y manifiesto, al imperio de la ley está sacando a la luz supuestos de hecho cuya consecuencia jurídica no suele ni ser leída en las facultades de Derecho, pues la probabilidad de que se den en la realidad es tan baja como la de que aparezcan en una prueba universitaria. El movimiento independentista catalán ha desempolvado delitos de otra época, que tenían más vínculos con el siglo pasado que con el presente.

Ante toda esta situación, el Gobierno se ha visto en la obligación —pues no se puede hablar de voluntad— de ejecutar el artículo 155 de la Constitución con el objetivo de que Cataluña vuelva a la legalidad. Pero la realidad es que responder a un número de catalanes que roza el 50% de la población con el ya lema político de que “Cataluña debe volver a la legalidad” es completamente insuficiente. Nos encontramos ante una población que entiende que la ley no es más que una barrera formal que colisiona con la voluntad de su gente de decidir su futuro y tratar de refutar su pretensión con un argumento jurídico es difícil; no por la solidez jurídica de su argumento, que brilla por su ausencia, sino por las escasas posibilidades que tiene un argumento jurídico de calar en una mente emocional.

Panorama aterrador

Si levantamos un poco la vista, el panorama parece aún más aterrador. Implementar el paquete de medidas que el Senado estudiará —y aprobará— la semana próxima suena mejor en el papel que a pie de calle, y posiblemente, saque a la luz un fenómeno que apareció por primera vez en la antigua Grecia. Pocos descartan un escenario en el cual la sociedad independentista catalana, enarbolada por sus líderes y sustentada en un ideario fuerte, opte por desacatar de forma pública, pacífica e ilegal la disposición restauradora del Gobierno. O como dirían Bedau, Rawls o Habermas: opte por la desobediencia civil.

Tras las declaraciones de los últimos días de los líderes del movimiento parece más fácil aventurarse a predecir qué imágenes veremos la semana próxima en los periódicos que tratar de estimar sus consecuencias. ¿Cómo de patológico puede llegar a ser para nuestro Estado de Derecho que un colectivo desobedezca flagrante y dolosamente una disposición legal de tal importancia? Ya en el siglo XVIII, Ronald Dworkin, en su obra ‘Los Derechos En Serio’, reflexionaba sobre hipótesis de este tipo, afirmando categóricamente que al ser el cumplimiento de la ley su último objetivo, la desobediencia de toda ley hace que el sistema se tambalee.

Hacer caso omiso de una norma alegando una posible justificación moral es del todo descabellado, pues como reconocía Erwin Griswold, decano de la Facultad de Derecho de Harvard, rasgo esencial del derecho es que se aplique igualmente a todos, que a todos obligue por igual independientemente de los motivos personales. Cualquier posición que difiera del cumplimiento sería un atentado contra los pilares de nuestro Estado de Derecho; no solo contra el imperio de la ley, sino también contra los derechos fundamentales y la seguridad jurídica. Consecuentemente, cualquier escenario en el cual no se responda con contundencia ante una manifestación de este tipo provocaría que nuestro Estado de Derecho quedara deslegitimado. Un Estado de Derecho que no reacciona tajantemente cuando un grupo de sus ciudadanos pasa por encima de la legalidad pierde toda legitimidad para defender el imperio de la ley ante la población restante.

La ley y el Estado de Derecho

Al mismo tiempo, encontramos enfoques que difieren parcialmente del anterior. El mismo Dworkin, continuando su reflexión sobre la desobediencia civil, llega a la conclusión de que cualquier ley que un número significativo de personas se siente tentado de desobedecer por razones morales, será dudosa por razones constitucionales. Pues la Constitución hace que la moralidad política convencional sea pertinente para la cuestión de validez. Pero, en este caso, parece que poca duda cabe acerca de la constitucionalidad del paquete de medidas, habiendo más indicios de que el problema recae en la distancia entre las razones morales independentistas y la moralidad constitucional. Ello no es más que otra razón para volver la vista atrás y preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí, tratando de averiguar cómo una sociedad desarrollada, como es la catalana, puede llevar por bandera una moral política tan alejada de aquella positivizada en las constituciones occidentales, que se sustenta en valores como la democracia y la libertad.

Ante tal impacto, nuestro ordenamiento constitucional se embarca en un mar inhóspito cuyo viento trae a mi cabeza las palabras del ilustre filósofo cordobés Séneca, que sentenció: «Cuando un barco no tiene rumbo, ningún viento le es favorable». No existe posibilidad de aplicar o no la Constitución, en un Estado constitucional de Derecho la Constitución se aplica siempre. En un Estado constitucional de Derecho quien comete un supuesto de hecho tipificado genera una consecuencia jurídica siempre, sin importar si es del norte o del sur, en virtud del principio de igualdad y de seguridad jurídica. Y en un Estado constitucional de Derecho la ley y las resoluciones judiciales deben cumplirse siempre. Parece, por tanto, que la mejor manera de enfrentarse a un mar inhóspito es confiando más que nunca en nuestra nave. Confiemos en nuestro Estado de Derecho y tengamos valor y coraje para afrontar nuestra responsabilidad.

*Miguel García Martín es el mejor jurista universitario de España 2017.