Opinión

Aquella noche

En unas cumbres altas de las montañas, donde vivían los pastores, había una aldea llamada Nazaret. Allí habitaba un carpintero llamado José, irreprochable descendiente de David, quien, habiendo advertido el prodigio que iba a suceder -y sin conseguir comprenderlo, pues no había habitado con aquella joven de blancos pensamientos-, intentó abandonarla en secreto. El Todopoderoso comprendió que había que hacérselo ver de otra manera, así que le envolvió en un présago sueño, en el que le explicaba que no había nada que temer, que había sido el Espíritu, sutil como el viento, el que había preñado a María.

Aquellos días habían llegado fornidos legionarios a Jerusalén. Se dispersaban por las tierras, quebrantándolo todo y saciando todos los deseos de la carne. Las aves chillaban en la pradera del Asio, avisando del peligro, para que la población huyera de allí. Se acercaban los días del parto. José tocaba a todas las puertas por las que pasaba, en busca de un hospedaje para el feliz alumbramiento. La tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de los viajeros. Una nube de tristeza inundaba todo, las tinieblas eclipsaban los caminos.

Sólo quedaban dos opciones: regresar a Nazaret o buscar un establo de animales en medio del campo. Una mula negra cargaba a su abnegada esposa, mientras José resolvía la difícil encrucijada. En una colina aislada de las demás, halló una cueva rocosa, que servía de pesebrera a un buey. Decidió que sería un buen refugio. Suaves copos de nieve caían del cielo. Todo estaba muy oscuro. Ya instalados, la mula y el buey calentaban el ambiente. Mientras nacía el hijo de María, el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presentó rodeado de innumerables estrellas.

Un ejército de mensajeros divinos entonaba nanas alegres para el infante. Uno de ellos informó a los pastores de que había nacido el pastor de los hombres, el inmortal hijo de Dios, que estaba envuelto en pañales blancos, en brazos de su irreprochable madre. Todos corrieron a la elevada Belén, en busca de la cueva. Vieron a María, a José y al tierno recién nacido. Enseguida reconocieron la verdad de aquel niño. Todos quedaron maravillados, y les regalaron corderos y cabras escogidas con mimo.

Mientras tanto, en Jerusalén, tres esplendorosos reyes de Arabia habían ido al encuentro del ambicioso Herodes, el matador de niños: Melchor, famoso por su control de la ciencia adivinatoria; Gaspar, que dominaba todas las estrellas; y Baltasar, conocido por su broncíneo rostro. Los reyes le explicaron que habían cruzado el largo desierto a lomos de sus camellos para conocer al Monarca recién nacido. Herodes, lleno de rabia, les dijo que habían interpretado mal los augurios, que no era nada grato eso que le habían anunciado las estrellas y que siguiesen solos su camino.

El trote de sus camellos fue entonces más raudo y dirigente. Sus corazones rebosaron alegría al encontrar al tierno infante en brazos de su venerable madre, que sonreía con la cara aún llena de lágrimas, junto a José. Tras las oportunas reverencias, los obsequiaron con espléndidos presentes. Los reyes volvieron a ponerse sus turbantes de relumbrante seda para regresar a Oriente. Pero un mensajero de los hebreos les había seguido, e informó a Herodes de todo lo que había visto. Sus collares de oro resonaron en todo el Universo, cuando el enojado soberano, dominado por una negra cólera, ordenó matar al hijo de María.

Ya saben cómo sigue la historia. Salieron huyendo a Egipto, en una noche oscura de cerrada neblina, sin luna y con espesos nubarrones. Pudieron escapar de los numerosos guerreros que los buscaban por todas partes, liberando a nuestro Salvador. El resto de este episodio bíblico es muy triste y no voy a describirlo, porque quiero acabar con alegría y una red infinita de esperanza para todas las personas que pasan estos días con problemas y sufrimientos. Que en esta Navidad haya un recuerdo al glorioso aniversario del nacimiento del Hijo de Dios, con chispeantes brindis, en noches y días serenos, que aplaquen todos los horizontes melancólicos de la vida. Roscos, mantecados, alajú, dulces hechos por las monjas, aguardiente de guindas y misas del gallo… ¡Feliz Navidad!