Opinión

Año nuevo, Jano viejo

  • Pedro Corral
  • Escritor, historiador y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Cada vez parece más claro que el encofrado en el que se está fraguando el hormigón del muro de Pedro Sánchez tiene mucho que ver con el blanqueamiento de los testaferros de ETA. Lo del gobierno de Bildu en Pamplona no es nuevo, pues Asirón ya fue alcalde entre 2015-2019. Lo que es nuevo es que el PSOE haya decidido entregarle el sillón de la Alcaldía de la capital navarra para cementar su alianza con la coalición de Otegi, con la que Sánchez juró y perjuró que nunca iba a pactar.

El fin justifica los medios. ¿Pero qué fin? Por supuesto, garantizarse cuatro años más de poder y, sobre todo, de control sobre la caja de caudales del Estado. Pero también ensanchar el espacio de poder de lo que queda a su lado del muro: dan igual las siglas o las marcas, las coaliciones o los partidos. Sánchez ha decidido ser el jefe de todo el conglomerado y está dispuesto a conducirlo en una estrategia de expansión que no conoce límites ni escrúpulos.

No es que al PSOE no le conozca ya ni la madre que lo parió, que diría Guerra: la pretensión hegemónica del partido en el espacio político de la izquierda es una de sus señas de identidad históricas. Nada nuevo bajo el sol. Lo que es una novedad en nuestra democracia es que de ese PSOE haya surgido otra criatura, como un octavo pasajero, que trata de ampliar ese espacio a costa de mimetizarse con sus socios y aliados independentistas, haciendo suyos sus objetivos políticos y sus vías para conseguirlos. Es decir, a costa de achicar el espacio a los defensores de la España constitucional, que nos ha brindado a los españoles más de cuarenta años de paz, libertad, convivencia y progreso.

Uno de los retos de Sánchez es el de mantener esa doble personalidad de su partido, capaz de aunar la fingida indignación de los García-Page y Fernández Vara por el entreguismo a filoetarras y golpistas en las afueras de la Constitución, con el metódico cumplimiento de todos los pasos que van marcando Puigdemont y Otegi en pro de una tierra prometida cuya ensoñación, en el fondo, comparte Ferraz.

Este PSOE de las dos caras, como el dios Jano, tampoco es una novedad histórica, pues ya en la Segunda República demostró tenerlas: la de defensor del orden constitucional y a la vez la de demoledor de ese mismo orden, vía insurrección armada, en aras de alcanzar la dictadura del proletariado. Ambas faces convivieron, no sin tensiones, en los años republicanos, hasta que finalmente triunfó la cara golpista en 1934, a costa de más de mil muertos en toda España y el fin de toda esperanza para un régimen tenido por esperanzador.

La cuestión es cuánto tiempo va a poder mantener Sánchez esa doble cara, es decir, la mentira, con una apariencia para una cosa y otra para la contraria, sin que lo devore finalmente esa nueva criatura capaz de asimilar, sin remilgos y sin regüeldos, todas las consignas de sus socios separatistas. Quizás esté más cerca de hacerlo de lo que pensamos. Ahí va una prueba, reciente por lo demás: la citada entrega de la alcaldía de Pamplona a Bildu.

Esta operación, podría pensarse, es una simple transacción política: tú me das tus votos para mi investidura, yo te los doy para tu alcaldía. Pero es precisamente en ese acuerdo de tasación, donde ambas partes establecen que el valor de sus votos es moralmente paritario, intercambiable, homogéneo, donde reside la profunda transformación del PSOE que una vez conocimos: su voluntad de ser equivalente a una coalición que lleva terroristas en sus listas electorales, que acomoda a etarras en los aparatos de sus partidos, que organiza y promueve los homenajes a asesinos y que humilla siempre que puede a las víctimas, como ocurría el mes pasado en Echarri-Aranaz con la familia de Javier Ulayar, asesinado por ETA: el ayuntamiento bilduetarra se había opuesto en principio a limpiar con fondos públicos una pintada a favor de la banda criminal en la fachada de su casa.

Pedro Sánchez ha estado incubando desde la legislatura pasada la idea de que la conciencia del afiliado o simpatizante socialista de Extremadura, Andalucía, Madrid, Castilla-La Mancha, Aragón, etc., puede ser hermana, sin quiebra ética alguna, de la del concejal o cargo de la coalición proetarra que, como en el Ayuntamiento de Pamplona, se niega a condenar los crímenes de ETA con circunloquios en el fondo justificativos. Eliminar el delito de enaltecimiento del terrorismo servirá, pues, para seguir alimentando ese hermanamiento.

Choca bastante que un partido radicalmente obsesionado con la reivindicación del pasado como medio para fortalecer los valores y principios democráticos, sea capaz de manipular la voluntad de sus votantes de un modo que cancela el recuerdo de una época de terror totalitario que aún está abierta, con cerca de cuatrocientos crímenes de ETA sin resolver, cuando sus autores siguen vivos y sin haber pagado ante la Justicia sus cuentas con sus víctimas y con el conjunto de la sociedad española.

Sánchez ha hecho de los votos al PSOE, sin aviso ni compromiso previos de ningún tipo, una moneda de intercambio con los votos de la coalición que justificó el asesinato, también el secuestro y la extorsión, como un medio para conseguir los mismos fines políticos a los que no han renunciado, pues están fundados precisamente en más de medio siglo de «lucha armada», vale decir, de sangre y terror, a cuya justificación tampoco renuncian.

La pregunta es si en las futuras citas electorales, sabedor del mezquino uso que se ha dado a su papeleta, el votante socialista estará de acuerdo en seguir alimentando a la nueva criatura que se ha apoderado del partido. Esa será la verdadera prueba para ese PSOE bifronte que Sánchez trata de sostener en pie sin que se le vean las costuras de su entrega a los que pretenden demoler la España surgida del acuerdo de 1978, ni las imposturas varias de sus golpes de pecho constitucionalistas.

En este año que empieza veremos todo esto en mayores dimensiones de las habituales en esa continua subasta de nuestro Estado de derecho por un puñado de votos. Esperemos que la contestación ciudadana pacífica y democrática no decaiga, pero que tampoco lo haga el nivel de sus expresiones y puestas en escena: a veces es bueno recordar a Borges cuando decía que el riesgo de odiar a tu enemigo es que te conviertes en su esclavo. Eso es precisamente lo que quisieran algunos.