Las amantes
La institución de las amantes sigue gozando de predicamento. Hay, de hecho, larga literatura al respecto. Si aquella cosa de que “detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer” podría argumentarse, discutirse e, incluso, ser asignatura en las facultades de Historia y Ciencias Políticas, no debería sólo comprenderse en el restringido ámbito del matrimonio. Yo el champán lo bebo siempre en copas pompadour, referencia ineluctable del amantismo. Lo sabe casi todo el mundo, esa copa tiene la media del seno de la citada madame, amante oficial de Luis XV, poderosa hembra. Cuando uno sorbe las burbujas que acaban donde los ángeles para gloria del placer, sostiene en su mano y en voluptuoso acto, además, la mama de una gran cortesana. ¿Para qué beber Ruinart en copitas aflautadas, sostenibles sólo desde un atildado y chorra posmodernismo -se cogen por el pie de vidrio, dicen- cuando podemos sopesar una teta francesa en nuestra mano mientras hablamos del hundimiento?
El poder, la civilización, trata de tales cosas. Detalles que pueden parecer ínfimos, cuando son pilares, qué digo, columnas ideales de la obra europea. De Francia para abajo, o mejor, de Roma hacia aquella nación espléndida para la política del eros, del Rey Sol a Mitterrand y Sarkozy. No sería España tierra de tantos roces y alcobas, al menos sus imágenes poderosas. Aquí seguimos en la cuerda, ya floja, de aquel Olivares (nuestra inauguración del carácter hispano alzado a las altísimas cumbres imperiales) que instituyó la escuela del “sobre todo aparentar supremacía” en todo momento, aunque las fortalezas reales sean débiles.
Les cuento todo esto porque don Pablo, pobre hilo de la Historia española, lleva sus asuntos amatoriales con más pena que gloria, si bien, al disponer de un trocito del pastel presupuestario, se muestra agradecido a las carnes tocadas. “Niña, estás como para ponerte un piso en Triana”. O para hacerte un hueco en las listas electorales, cosa de tino decimonónico, Galdós lo ponía en letras. De eso al cine del destape, Pajares, Esteso u Ozores, computa la eterna renovación del macho ibérico, sus tribulaciones y adoración de las faldas. Y, por descontado, la forma que tenemos los ibéricos de saber echar una cana al aire y agradecer: el sempiterno honor barroco. Ni Marx ha podido con tales cimientos culturales, el revolcón y el heteropatriarcado.
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