Tras 39 años, en los Goya nació una heroína
España es un país donde es difícil aburrirse. Sucede que en muchas ocasiones el divertimento resulta muy caro para una inmensa mayoría que tiene dificultades para sobrevivir. Con esa deriva tan intransferible e hispana, durante 39 ediciones los cinematográficos premios Goya, básicamente pagadas con dinero del contribuyente, han sido escenario para la orgía del pensamiento único, para dar lecciones «democráticas» (sic) que luego violan a título personal, y para afianzarse en una cultura de partido.
Han tenido que pasar casi cuarenta años para que la productora María Luisa Gutiérrez (La infiltrada) recordara al selecto auditorio de cómicos (Sánchez, que estaba de cuerpo presente, no deja de ser un magnífico cómico) que no se puede ir por la vida democrática perdonando la vida a aquellos que no piensan como ellos; ni superioridad moral (más bien al contrario) ni superioridad ideológica (han olvidado que en 1989 cayó el Muro de Berlín); ni talento a borbotones, salvo casos muy concretos.
Conozco como nadie lo que pasó en el País Vasco durante sesenta años a propósito de los últimos fascistas de Europa, es decir, ETA. Empecé mi larga carrera profesional en aquel territorio donde esos fascistas asesinaron a mi editor-jefe, se llevaron por delante un millar de vidas y consiguieron que más de 250.000 vascos tuvieran que exiliarse de su tierra. Un tema que me duele en el alma y abre las carnes. La película La infiltrada no supone, en mi modesta opinión artística, el punto final cinematográfico al genocidio vasco protagonizado en calidad de asesinos por ETA. Sin embargo, el alegato de la productora Gutiérrez ante sus colegas ya ha entrado en la historia de la justicia histórica.
PD. Que a estas alturas haya que considerar «heroína» a una española preparada y consciente por tener que recordar lo obvio, dice poco del medio siglo de democracia transcurrido.
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