Alonso y Sainz no pasan la muralla de la Q2 con Hamilton lanzando un aviso a Vettel
Se solaparon los planos pintando un lienzo nostálgico, rememorando épocas pretéritas donde su lejanía eran décimas. La realización retrató de forma magistral la realidad dispar de dos campeones: Vettel, peleando con su Ferrari; Alonso, en busca de milagros con su McLaren-Honda. Dos viejos rockeros con, todavía, muchas letras por componer.
A Fernando le sigue funcionando eso de escribir obras de arte en la pista, su estilográfica está cargada de talento, pero sus músicos desentonan y la melodía es tan mezquina como una de Daddy Yankee. En McLaren-Honda, por desgracia, sólo suena eso que canta Luis Fonsi: todo va en exceso despacito.
Vandoorne fue el primero en padecer tal contagio: su ritmo decayó en cuanto su MCL32 rozó el asfalto y se quedó en Q1. Grosjean, Palmer, Verstappen y Ocon le acompañaron, con Giovinazzi haciendo el milagro de colocar su Sauber en Q2… a pesar de estrellarlo ya con la bandera a cuadros ondeando. Max fue la sorpresa: un motor defectuoso sumado a un cúmulo de despropósitos le dejaron en la base de la pirámide.
Porque en esta parrilla estamental, Ferrari y Mercedes tiranizan en una dualidad que, por lo menos, establece una tímida democracia. Un turnismo, como en la España de la Restauración, sin el falso pacifismo de entonces. Así las cosas, la Q2 se ciñó a los cánones establecidos con una tímida sorpresa: Carlos Sainz, undécimo. Fuera de la Q3 como, quién si no, Fernando Alonso. El milagro vaciló por la pista, pura intuición combinado en deseos de una reivindicación que no (puede) llegar. Una vuelta magistral que, con tal motor, no vale para nada.
Siempre Hamilton
La muralla china fue demasiado alta para los Sainz, Magnussen, Alonso, Ericsson y Giovinazzi. Una subida peligrosa, un caos en el que, de momento, Fernando no encuentra la oportunidad. Otra vez, vueltas imposibles, peleas contra su propia sombra, y palmadas en la espalda que, como en el trabajo, si no van acompañadas de trabajo, rendimiento y resultados, sirven de poco.
Dos décimas. Un suspiro. Ni eso. Una milésima. Tres monoplazas. Lewis Hamilton se ha pasado dos semanas en el afilador para sacarle brillo a su martillo: pole, una décima por delante de su nuevo compañero de fatigas. Sebastian Vettel y Ferrari ponen en riesgo a todo un imperio: parece que han robado los planos de La Estrella de la Muerte. Ahí estará la mancha roja, en su retrovisor, cuando todos accionen el embrague. ¿Bottas? A una milésima de Seb. Bienvenidos a la nueva Fórmula 1.
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