EL CUADERNO DE PEDRO PAN

Pogorelich, una lectura aventurada de Chopin en Palma

El público de Mallorca se reencontraba el pasado 27 de octubre en el Auditórium con el pianista croata

Ivo Pogorelich o el piano como descarga emocional

Pogorelich
Ivo Pogorelich

El público de Mallorca se reencontraba el pasado 27 de octubre en la sala magna del Auditórium de Palma con el pianista croata Ivo Pogorelich. Lo primero de todo, la satisfacción que supone ver programar -motu proprio- en el Auditórium recitales de piano clásico, una costumbre que permanecía adormecida. Pogorelich ha visitado, si no recuerdo mal, en tres ocasiones el Auditórium, siempre recitales de piano solo y siempre con el aura de ser un artista polémico, algo que él mismo tiende a ignorar: «Mi forma de tocar es buena y no tengo ni idea del motivo por el que mi forma de interpretar al piano genere tanta división y controversia». Son declaraciones recientes.

Pogorelich se muestra muy firme, cuando subraya tener «una preparación musical clásica y por tanto soy un pianista clásico». Voces autorizadas, sin ir más lejos Víctor Pablo Pérez, describe así su estilo: «Nada de lo que hace es un sinsentido. Todo está en la partitura». Las principales críticas de sus detractores siempre tienen que ver con su forma de desestructurar las piezas mientras en el lado contrario, el de sus admiradores, se resalta su capacidad analítica, «haciendo que sea casi imposible seguirle», en palabras de Patrick Alfaya, director de la Quincena Musical de San Sebastián, quien continúa así: «Pogorelich hace cosas que nadie más hace, pero que con el tiempo se revelan como hallazgos». Hablemos pues de su nuevo paso por Palma.

La pianista argentina Martha Algerich, reconocida experta en Chopin, suele invertir en torno a los 24 minutos en resolver Piano Sonata número 3 Opus 58 de Chopin. En cambio, Ivo Pogorelich distrae el tiempo, lo dilata, hasta alcanzar como mínimo los 32 minutos. Es su particular empleo a la hora de leer aquella misma partitura. No se trata de quién tiene razón, sino más bien de comprender por qué el pianista croata se adentra tan detenidamente en el dictado secreto de la partitura. Porque de eso hablamos, y más, observando esos papeles tan manoseados acariciando el atril del piano gran concierto.

Piano que no existía en los tiempos contemporáneos del compositor polaco, pues lo aproximado era el Pleyel que Pianino conserva en Valldemossa.

Hace tiempo leí Vida con Picasso, de Françoise Gilot, madre de Paloma.
Ella fue amante, compañera y discípula del genio malagueño. De la misma manera que Aliza Kezeradze se empleó en sentido contrario –fue maestra y también amante- de Pogorelich. Gilot, 40 años menor que Picasso, Aliza 20 años mayor que Pogorelich. ¿Qué vengo a decir con ello? Leyendo a Gilot me descubrió el mecanismo mental que alimentaba su personal visión de las imágenes que después plasmó en sus lienzos mientras las enseñanzas de Kezeradze alumbraban el camino que emprendió Pogorelich, extasiado ante un teclado que no era el propio de Chopin pero sí capaz de traducir su obra.

«Ella», recuerda Pogorelich refiriendo a Kezeradze, «me enseñó a aprender cómo usar los nuevos instrumentos». He ahí entonces el quid de la cuestión. Puedo entender que no guste Pogorelich a quienes valoran la ortodoxia que ha imperado durante tanto tiempo. Pero de la misma manera, acepto el celo de su incondicional público de culto, que tanto valora lo revolucionario de sus aportaciones. Su estilo explosivo en la manera de atacar el teclado no se desentiende del pianismo romántico que acaricia sus melodías y sus ritmos. Están ahí, a veces solamente presentidos, y en ocasiones, en toda su fuerza expresiva. Son los abruptos intermedios los que definen su estilo, áspero, a veces, rudo en ocasiones, y siempre de una violencia inspirada en amables coincidencias. Lo que transforma esa violencia en trazos apasionados.

El silencio de la sala era evocador de un interés inmaculado, a pesar de las transgresiones que iban sucediéndose, buscando en la mente de Chopin lo que Pogorelich pretendía experimentar en sus atropelladas evoluciones. No era posible revivir el romanticismo del XIX, pero en la mente del croata sí había sensación de acercarse a lo que en realidad decía Chopin a través de sus partituras. Una técnica prodigiosa, un pensamiento enigmático y sobre las tablas un instrumento aprendiendo precipitadamente idiomas.

Atendiendo a la estructura del programa, fue la segunda parte la cercana al gusto del público y en esas Pogorelich se travistió en Chopin, a cuenta de las veladas en los salones de la alta sociedad parisina, dándole rienda suelta a Fantasie Opus 49, Berceuse Opus 57 y Barcarolle Opus 60 sin dejarle al público opción alguna a celebraciones. Después llegarían, a modo de bis, y explicados en un perfecto castellano, un preludio y el Nocturno número 2.

Desplazando con el pie el taburete a los bajos del teclado, vino a decir Pogorelich, se acabó la función, inclinado el espinazo a la usanza oriental rememorando así las viejas tradiciones que conoció en su juventud, cuando en efecto era un Dionisio en tiempos de celebridades.

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