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Ucrania, el ‘juguete roto’ de Europa

Imagínese residir en un país en el que el acceso a internet está restringido; un lugar en el que sus hijos no pueden estudiar la lengua minoritaria a la que su familia pertenece; un país donde ciertos canales televisivos directamente están vetados; imagínese un país donde los políticos día y noche lanzan soflamas de odio contra los otros; y donde esos políticos para construir su discurso de odio prohíben la libre circulación de los otros en su país, sobre todo si son hombres y en edad fértil, no sea haya voces críticas que apaguen el discurso oficialista; un país donde los supermercados marcan los productos fabricados en el territorio de los otros cual sistema de marcaje de tiempos ignominiosos.

Ese país al que me refiero no es China, ni está gobernado por ayatolás; ni se trata de una república bananera. Está en suelo europeo y se llama Ucrania. En estas fechas, Ucrania rememora los cinco años transcurridos de los incidentes que tuvieron lugar durante el llamado Euromaidán y que ocasionaron cientos de víctimas. La también llamada Revolución de la Dignidad tenía en su origen fines loables, como cualquier otra reivindicación ciudadana que persigue ser escuchada por los poderes públicos y encuentra la represión como respuesta. Pero una cosa era el derecho de la ciudadanía a expresarse libremente y otra, muy distinta, es que, desde EEUU, con la bendición de la UE, se decidiera sacar del poder a Viktor Yanukovich y reponerlo por un títere de occidente. Son pocos ya los que dudan que la operación para sacar de la presidencia a Yanukovich fuera un golpe de Estado. Sin embargo, como los voceros de la propaganda occidental suelen hacer, fue maquillado con el clásico halo de idealismo que se emplea para explicar las injerencias en terceros países y propiciar un golpe antidemocrático en toda regla.

El dirigente, títere, que salió de las urnas en mayo de 2015 fue Petro Poroshenko. Su trayectoria empresarial es bien conocida, sobre todo, más por sus negocios visibles que los ocultos de cualquier oligarca. Cuando llegó al poder prometió a los ucranianos que se había acabado eso de que un presidente del gobierno mantuviera negocios privados. La primera en la frente. A día de hoy, Poroshenko –El Rey del Chocolate– no sólo ha incumplido su palabra, sino que es de los pocos ucranianos que en la actual coyuntura bélica en el este del país sigue incrementando su fortuna empresarial, como ocurre en cualquier dictadura. Poroshenko tiene el dudoso honor de haber colocado a Ucrania en el último puesto de países europeos por PIB. Los ucranianos son más pobres y viven peor que hace cuatro años.

Poroshenko se ha rodeado en su partido de un ejército de radicales, a cual más ignorante, que compiten entre ellos para ver quién es más anti-ruso y puede colgarse los galones concedidos desde la administración presidencial ucraniana. Pero los días de vino y rosas se le podrían estar acabando al presidente a tenor de lo que dicen las últimas encuestas electorales que lo mandan al gallinero parlamentario. En una huida hacia adelante, El Rey del Chocolate decretó hace dos semanas la ley marcial en una parte del país por un incidente con Rusia en el Mar de Azov buscado por Ucrania con el fin de despertar el conflicto del aletargamiento que sufre. El presidente ucraniano ha sido incapaz de acabar con todo aquello de lo que occidente acusaba a su predecesor: corrupción, persecución a la oposición, inmunidad política, persecución a periodistas, represión, etc., pero quizás haya que recordar aquellas palabras apócrifamente atribuidas a Franklin D. Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza: “He’s our son of a bitch”.