El Watergate español
En junio de 1972, cinco intrusos fueron sorprendidos en las oficinas del Partido Demócrata en el Watergate; lo que comenzó como un simple robo se descubrió que tenía la mano directa del presidente Nixon. Con medios como The Washington Post, y gracias a la voz anónima de Garganta Profunda, Carl Bernstein y Bob Woodward desenmarañaron una vasta conspiración —descrita en All the President’s Men— que acabaría con la renuncia de Nixon, recordando que «no es el robo lo que mata, sino el encubrimiento».
Hoy, la UCO afila sus uñas y revela ese paisaje de USB y memorias escondidos, como el que fue extraído del pantalón de una mujer que acompañaba a Ábalos, mientras una avalancha de WhatsApp y chats ha salpicado a Cerdán, Koldo, Ábalos o, por otra parte, al fiscal general del Estado, sobre quien pesa una acusación particular que pide cuatro años de cárcel. El paralelismo es inquietante: igual que los plumbers de Nixon, aquí también operan fontaneros del PSOE, taponando filtraciones, desviando miradas y prolongando el silencio, ante la mirada atónita de la ciudadanía.
En Todos los hombres del presidente, Woodward describía reuniones secretas en pasillos oscuros; en nuestro caso, se filtran audios y se revela cómo la trama se teje desde dentro del poder. Sánchez, encaramado en su trono de cristal, sólo puede prolongar esos tentáculos si asegura el rescate de alguien: su esposa, su hermano o ese círculo íntimo que guarda silencio cómplice. Como suele decirse, la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad, pero aquí la autoridad intenta retenerla, imposibilitando que resuene el eco de una justicia real.
El gran escándalo español ya no es solamente un juego de tronos con nombres y cargos; es un espejo que refleja la misma podredumbre que derribó a Nixon. La pregunta flota en el aire: ¿quién será el nuevo Garganta Profunda? ¿Quién entregará la cinta maestra del encubrimiento, y cuántos caerán cuando esa grabación se haga pública? Entre tanto, la nación observa, asqueada y expectante, mientras el poder juega a la dilación y a la supervivencia a costa de la decencia pública.
Ábalos, Cerdán, Koldo, son los primeros espadas, pero hay ya una retahíla de subalternos que aterra y ahí en la nueva escena, la sombra omnipresente de la socióloga Chivite en Navarra, traza un mapa de adjudicaciones y complicidades que tienen principio, pero que aún no se ha dado con el fin. Don Dinero, como diría Quevedo, manda y dispone, pero aquí el problema no es el dinero, sino la resignación y la complicidad que crecen a su sombra.
Cierto escritor nos enseñó a mirar el fracaso con ojos de poeta y la corrupción con la tristeza de quien observa un paisaje que se deshace en ruinas: No hay nada más triste que un poder decadente que se niega a morir. Y hoy, en el PSOE, ese poder se aferra con uñas, dientes y hemorragias de dignidad. Asistimos atónitos al desfile de quienes se pronunciaban como faros de integridad, como Patxi López —aquel lehendakari de cartón piedra que olvidó pronto al País Vasco para señalar desde el púlpito a periódicos serios como si fuesen golpistas de sacristía—. Hoy guarda un silencio espeso, traga sapos como si no hubiera un mañana y donde antes decía democracia, ahora musita obediencia, con la voz encogida y el verbo vencido. Donde dije digo, digo Diego… pero con sordina y vergüenza.
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