Opinión

Todo dentro de Trump, nada fuera de Trump

Hay personas cuya influencia se mide en el tiempo que los demás dedican a hablar de él, de lo que dice, hace o deja de hacer. Personas cuya sola presencia infunde miedo, respeto, hilaridad o un simple comentario -de experto cuñado- que empieza a repetirse ad nauseam hasta que el personaje en cuestión deja de ser atractivo o ha cumplido su función redentora o salvífica. Si tenemos en cuenta lo mentado, Trump es hoy el mayor influencer del planeta. No hay ser viviente que no manifieste -le pregunten o no- su opinión sobre el presidente de Estados Unidos, una visión por lo general corrompida gracias al influjo de esos medios que vienen editorializados de serie con maldad ideológica, perversión plumífera e intereses económicos de la propiedad.

Es complicado encontrar en la prensa actual un análisis no sesgado sobre quien ya tapó la boca a tanto conocedor de política internacional y geoestrategia durante su primer mandato. Si entonces adjetivaron al empresario que vuelve a dirigir la Casa Blanca como un bocazas peligroso capaz de meternos en la Tercera Guerra Mundial, hoy le tildan de chalado iletrado que toma decisiones sin calcular el impacto que tendrán las mismas en el tablero mundial. La osadía del opinador patrio, generalmente progre y pesadamente woke, tan sectaria como infinita, representa a la perfección lo que suele importar de verdad al observador habitual: los gestos, aquello que la cámara recoge sujeto a interpretaciones, la sonrisa mentirosa de quien te firma una declaración de guerra un día después de recibir el Nobel de la paz, es decir, todo lo que de cara a la galería reconforta el alma del cobarde, para el que los hechos sólo obedecen a un propósito noble si se alinea con sus prejuicios.

Trump ha conseguido algo histórico, por inédito e increíble: que la izquierda nacional y mundial defienda el libre comercio y la eliminación del proteccionismo. Estés de acuerdo o no con él, ha desmontado el negocio woke, la retórica de causita y ha movido el tablero inclinado. Y eso ya es un hito reconocible. En menos de dos meses, ha firmado más de cien órdenes ejecutivas y ha conseguido que el mundo baile en torno a sus planteamientos, injustos para la mayoría, coherentes con el programa que presentó a las elecciones y por el que le votaron.

Acaba de anunciar que habrá un acuerdo con la Unión Europea y que será un acuerdo que beneficiará a ambas partes. La mayoría de países a los que impuso aranceles ya están en la antesala de un apretón de manos con el tipo que ha usado dicha arma como elemento de negociación perfecta. Nos olvidamos a menudo de quién es Trump por el odio que provoca el personaje, la animadversión a una forma de ser y hacer política que no encaja en la visión que el establishment marca y dispone, y eso acaba por descolocar incluso a los más avezados y diplomáticos estilistas de la pluma, analistas de lo cotidiano que se pierden cuando las lindes de su tolerancia exceden lo que no comprenden. Sólo admiran los liderazgos de quienes piensan como ellos, y así es más fácil posicionarse como demócrata, liberal, conservador o progresista. O todo a la vez, sin distinción ni criterio.

El anuncio lo hizo en presencia de Meloni, la verdadera líder europea, quien demuestra cada vez que habla y actúa que está a años luz de aprendices de gobernantes como el que tenemos en España encadenado a la Moncloa. Mientras la premier italiana reafirmaba ante Trump la necesidad de devolver a Occidente su grandeza de nuevo –esto es, retornar a Grecia, Roma y el cristianismo, como pilares de creencias–, la retórica woke de Bruselas continúa con sus tecnicismos pobres y suicidas, contrarios al pulso y decisiones que marca ahora la Europa popular, que no populista.

Meloni y Trump lideran –y negocian– desde el discurso, las convicciones y la determinación. La primera ha conseguido que los burócratas de ursulitas que pululan por la UE acaben abrazando su política de inmigración, más sensata y acorde con lo que debería defenderse. El segundo ha puesto el mundo a sus pies, lo que significa traer a China de cabeza. Ambos defienden los intereses de los países que gobiernan, y para el globalismo que todo lo infecta y contamina, eso es insoportable. Por eso ordenan a sus terminales políticas y mediáticas que ataquen sin cese ni vergüenza lo que no deja de ser una estrategia comercial, no tanto mercantilista como de alteración de ese orden abyecto, totalitario y mísero llamado wokismo. Los aranceles fueron la excusa, el retorno al sentido común y a disminuir en el mundo la influencia y el poder de China fue y es la única meta. Lo más gracioso es ver cómo bailan los que llevan toda la vida facturando sensatez.