Opinión
A pesar de los Sánchez de la vida

Somos una gran nación

Tiene gracia que un autocratilla de tres al cuarto modelo Pedro Sánchez llamado Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y otra pájara de cuentas que responde al nombre de Claudia Sheinbaum vayan ahora por la vida pidiéndonos cuentas acerca del «genocidio» que no fue el Descubrimiento de América, la más apasionante aventura jamás emprendida por imperio alguno en la historia de la humanidad. El primero es más español que usted y yo, por sus venas no corre siquiera una miaja de sangre autóctona, lo cual no obsta para que haya falsificado su ADN con el mismo rubor con el que Pedro Sánchez se desmarca del caso Begoña o de José Luis Ábalos. AMLO jura y perjura que su familia paterna es de ascendencia «indígena y africana». Dos simples matices: su tez es más propia incluso de un escandinavo prototipo que de un español y sobre la identidad de su padre hablan por sí solos sus apellidos: un tío que se llama Andrés López Ramón no parece ni muy africano ni especialmente indígena. Obvio: su abuelo había venido al mundo en Asturias, de donde emigró a México en busca de un futuro más próspero. Como tantos y tantos ciudadanos del norte de España, los denominados indianos, mismamente el progenitor de su madre, nacido en la localidad cántabra de Ampuero.

La nueva y no menos peligrosa presidenta de México proviene de una familia askenazi de origen lituano por parte de padre y búlgara-sefardí por el lado materno, vamos, judía por los cuatro costados. Ni ella ni AMLO se juntaron ni se mezclaron jamás con cualquiera de los grupos étnicos que pueblan México: ni con mayas ni con zapotecos, ni con tlapanecos, ni con mixtecos, ni con tarahumaras, ni con huicholes, ni con mazahuas, ni con otomíes, ni con purépechas, ni con mexicas, ni con nahuas, menos aún con yaquis. Son basurosa élite comunista, unos cínicos de tomo y lomo, gauche divine local que en privado habla despectivamente de las maravillosas minorías que pueblan la nación norteamericana.

Ni Claudia Sheinbaum ni Andrés Manuel López Obrador se juntaron ni se mezclaron jamás con ninguno de los grupos étnicos que pueblan México

En uno de sus viajes a Norteamérica Isabel Díaz Ayuso volvió a sorprender a propios y extraños no tanto por su valentía, que como al militar el valor se le supone hace ya mucho tiempo, sino por subrayar una peligrosa realidad que olvidamos con demasiada frecuencia acá y al otro lado del charco: «El indigenismo es el nuevo comunismo». Tanto el autócrata AMLO como el terrorista Petro, como el narcodictador Hugo Chávez como Nicolás Maduro, se han apropiado de esta bandera para sorpassar a las tradicionales fuerzas de izquierda moderada que poblaban y en algunos casos gobernaron largamente sus respectivos países: el PRD en el caso de México, la Acción Democrática de Carlos Andrés Pérez (CAP) en Venezuela y el Partido Liberal en Colombia. Estos dos últimos comparten Internacional Socialista con el PSOE. Nada que ver con Nicaragua donde el asesino Daniel Ortega divide a sus nacionales en dos estamentos: los que están con él y los que están contra él. A estos últimos los mata o los encarcela, sean amerindios, criollos o vengan del mismísimo Marte.

Detesto los bulos pero tiene cierta gracia uno que corrió ayer por las redes sociales con una gran pancarta dibujada sobre la fachada del Palacio Real con una leyenda en imponentes caracteres tipográficos: «Nada por lo que pedir perdón», paráfrasis del título del libro que publicó el superlativo Marcelo Gullo en 2022. Servidor, que ayer estuvo en la recepción de los Reyes con motivo del Día de la Hispanidad, tiene bien claro que el cartelón ni estaba ni se le esperaba pero refleja el sentir de muchísimos españoles, la absolutísima mayoría, y de cientos de millones de iberoamericanos, infinitamente más de los que nos odian en cualquier caso. No eran trola los anuncios anónimos que con el mismo lema inundaron ayer el metro de Madrid para gozo de los ciudadanos que se desplazaron para celebrar el 12 de octubre.

Los Reyes Católicos sacaron a los habitantes autóctonos de América del reino del terror impuesto por los grandes caudillos precolombinos

No tenemos nada por lo que pedir perdón y si lo tuviéramos, que es, insisto, harto discutible, constituiría un acto de contrición inmensamente menor al que tienen pendiente quienes han esparcido bastardamente la Leyenda Negra urbi et orbi: ingleses, franceses y holandeses con la inestimable colaboración de algún woke de esas universidades californianas de las que últimamente no sale nada bueno.

España no conquistó América, más bien la liberó. Hasta la llegada de Cristóbal Colón, uno de los 10 personajes más importantes de la historia de la humanidad, América era el santuario del canibalismo, la antropofagia, la pederastia, la violación a mujeres y los sacrificios. Prácticas muy progres como todo el mundo podrá entender. Los Reyes Católicos, grandes, muy grandes, a pesar de las estúpidas falsificaciones de la historia, sacaron a los habitantes autóctonos del reino del terror impuesto por los grandes caudillos precolombinos, desde los mayas hasta los aztecas, pasando por incas, chimúes o clovis.

Así como ingleses, franceses y no digamos ya holandeses esclavizaron o exterminaron a la población local, nosotros ejercimos ese maravilloso mestizaje que ha sido el mayor y mejor motor del avance humano. La endogamia destruye las civilizaciones, el cruce de razas las potencia. Ejemplo paradigmático de todo ello es el hijo de Hernán Cortés, Martín, mitad español, mitad nahua, hijo de la ahora celebérrima Malinche, de moda en nuestro tiempo por ser la protagonista del musical de Nacho Cano. Otro expedicionario, Juan Jaramillo, fue el padre de la hija que tuvo años después la mexicana, que ejercía de guía e intérprete de los españoles que, por cierto, la liberaron de los tiranos indígenas que la tenían esclavizada. Ni éramos racistas ni lo somos a día de hoy, claro que siempre hay anormales que representan la excepción que confirma la regla. Que no hubo exterminio lo prueba, más allá de toda duda razonable, la enorme variedad étnica que puebla Iberoamérica en la actualidad. Nada que ver, por ejemplo, con Australia, donde los aborígenes se cuentan casi, casi, con los dedos de la mano. Son 900.000 sobre una población total de 27 millones.

Y esos pueblos pasaron gracias al Reino de España del salvajismo en el que los tenían instalados los caciques locales a la ilustración. Los dos primeros siglos de hispanidad se saldaron con la creación de 29 universidades, ahí es nada. Nuestro país extendió el conocimiento desde lo que hoy son los Estados Unidos hasta Tierra del Fuego. Un perogrullesco hecho que ocultan a modo y manera los príncipes de la Leyenda Negra, los de acá y los de allá.

Que no hubo exterminio lo prueba, más allá de toda duda razonable, la enorme variedad étnica que puebla Iberoamérica en la actualidad

Pero España no es sólo el Descubrimiento, es Séneca, El Cid, Alfonso X El Sabio, por supuesto Colón, Fernando e Isabel la Católica, Teresa de Jesús, España es ese imperio de Felipe II en el que jamás se ponía el sol, es Pizarro, Ponce de León, Almagro, Velázquez, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Isabel Zendal, Murillo, Zurbarán, es ese pueblo que infligió su primera gran derrota a Napoleón en la Guerra de la Independencia, es Goya, Picasso, Juan Gris, Miró, Dalí, Clara Campoamor y mi paisano Ramón y Cajal, de la misma manera que también es ese otro Premio Nobel que fue Severo Ochoa.

España es igualmente Inditex, Amancio Ortega, Telefónica, Iberdrola, Acs, el Real Madrid, Di Stéfano —vistió los colores de nuestra selección—, es precisamente La Roja, es nos gusten o no —que a mí no me gustan ni artística ni ideológicamente— Almodóvar o Bardem, es Antonio Banderas, Ferran Adrià, Dabiz Muñoz, Julio Iglesias, Montserrat Caballé, Plácido Domingo, José Andrés, Severiano Ballesteros, Jon Rahm, Manolo Santana, Ángel Nieto, Pau Gasol, Fernando Alonso, Marc Márquez, Sergio Ramos, Alcaraz, Indurain, Iniesta, Lamine Yamal, Rodri, Vicente del Bosque, Casillas y es y será siempre Rafael Nadal Parera, el gran protagonista de la semana. España es esa Transición modélica y pacífica que ahora la izquierda intenta desautorizar con burdas patrañas pero que es vista con admiración a norte, sur, este y oeste y ejemplo a seguir por las naciones que anhelan salir del interminable oscuro túnel de la dictadura.

España ha sido, es y seguirá siendo la envidia de medio mundo y parte del otro a pesar de Zapatero o Sánchez, que odian lo que representamos

España es La Alhambra, ejemplo de respeto a los legados ajenos, la personal e intransferible Córdoba, esa cuna del Descubrimiento que fue Sevilla y en la que si te das un paseo parece que te vas a topar de un momento a otro a Cristóbal Colón, enterrado en la catedral de la ciudad. España es asimismo el acueducto de Segovia, Mérida, la antaño cosmopolita Barcelona, sede de los mejores Juegos Olímpicos de todos los tiempos, España es el mejor estadio del mundo, el Santiago Bernabéu, el padre de todos los museos, El Prado, la plaza de toros de Las Ventas y, tal y como comprobé ayer por enésima vez, un Palacio Real que nada tiene que envidiar a Buckingham o Versalles. Y, por supuesto, somos Atapuerca y Altamira, probablemente los restos paleolíticos mejor conservados del mundo.

España es un gran país, qué carajo, el drama, nuestro drama, es ese pecado nacional llamado envidia. Una envidia que está en la raíz del cainismo que tan malas pasadas nos ha jugado proverbialmente. La tirria provoca que seamos como los estadounidenses pero al revés: allí triunfas y todos te quieren imitar, aquí te va bien y todos te quieren matar. Por algo Bismarck nos definió como «la nación más poderosa del mundo porque lleva siglos intentando autodestruirse y jamás lo ha conseguido». El jueves recordé, en la presentación de José María Aznar, protagonista del III aniversario de OKBALEARES, esa foto de las Azores que simboliza esa injustamente denostada etapa de nuestra historia contemporánea en la que volvimos a figurar en la primera división mundial, un grandísimo salto adelante que los atentados del 11-M finiquitaron para siempre —o al menos hasta la fecha— devolviéndonos al panderetismo, al paleto ombliguismo y al guerracivilismo. Que no era un espejismo lo demuestra el hecho de que entre islamistas y vaya usted a saber quién se propusieron acabar, y lo consiguieron, con esa España 3.0 que acumulaba un poder y un prestigio inéditos desde Felipe II. Aunque el que tuvo, retuvo, se me llevan los demonios cuando contemplo cómo la patria de El Cid, Colón, Pizarro, Cortés o los héroes del 2 de mayo es una nación cada vez más mansa. El resultado de siete años y medio de Zapatero y seis largos de Pedro Sánchez, que simbolizan la némesis de esa España que ha sido, es y, a pesar de ellos, que odian todo lo que representamos, seguirá siendo la envidia de medio mundo y parte del otro.