Opinión

Los separatistas y la “llengua de l’Imperi”

En Barcelona queda muy hortera hablar español, yo sólo lo hablo con la criada y con algunos empleados. Es de pobres y de horteras, de analfabetos y de gente de bajo nivel el hablar un idioma que hace este ruido tan espantoso para pronunciar la jota. Estos que no hablan en catalán a menudo no saben inglés, ni francés ni quién es ‘monsieur Paccaud’ (…) Hablar español sí que cierra puertas, y destinos: mira. El independentismo en Cataluña está absolutamente justificado aunque solo sea para huir de la caspa y el polvo, de la tristeza de ser español”. Este texto forma parte del artículo ‘Parlar espanyol és de pobres’ –’Hablar español es de pobres’–, que se publicó en 2005 en el diario ‘Avui’. Esta joya del supremacismo separatista, fruto de la pluma del hoy afortunadamente arrepentido y españolísimo Salvador Sostres, es un buen resumen de la obsesión de los secesionistas hacia la lengua española. Lo cito no por importunar a este periodista, sino por su valor como documento.

Una obsesión basada en un inmenso complejo de inferioridad del secesionismo radical hacia la lengua española. Por eso confían en entidades como Plataforma per la Llengua, a las que subvencionan, para que colaboren en la erradicación del castellano de la vida social. En el ámbito institucional casi ya lo han conseguido, siendo el catalán el idioma de uso común, a pesar de que el español es la lengua materna de la mayoría de los ciudadanos de esta región.

Plataforma per la Llengua sólo hace la labor para la que nació: trabajar por el monolingüismo. De ahí que espíe, sin avisar a los padres y los maestros, si en los patios de los colegios se habla en castellano; o que desarrolle aplicaciones de móvil en las que señalar a los comercios que no tengan el nivel de adhesión a la ‘llengua de l’Imperi’ al gusto de los nuevos inquisidores lingüísticos que quieren imponer como nuevo idioma del ‘Imperio’, o de la ‘Republiqueta’, el catalán.

Y es que los que intentan imponer el catalán por cojones lo hacen porque no confían en la potencia de la lengua que dicen defender. En vez de seducir, ordenan e imponen. En vez de convencer, ofenden y desprecian. En vez de crear complicidades, buscan crear un ‘apartheid’ lingüístico. En vez de intentar que los millones de catalanes castellanohablantes sientan el catalán como algo propio se empeñan en alejarles de este idioma a base de imposiciones y de ofensas.

Para las administraciones públicas catalanas los únicos ciudadanos que tienen “derechos lingüísticos” son los catalanohablantes. De ellos es la lengua de las escuelas, las administraciones públicas, los medios de comunicación públicos y las universidades. Te pueden multar o denunciar si no lo tienes rotulado todo en catalán, y el español es accesorio. De hecho, es punible rotular solo en el idioma común a todos los españoles, y hacerlo es como jugar a la ruleta rusa. Basta que algún “patriota” con ganas de ejercer de chivato lingüístico decida denunciarte para que un inspector de la Generalitat te abra un expediente. Eso sí, rotular solo en catalán no solo es legal, sino que es aplaudido.

El catalán es patrimonio común no solo de los catalanes, sino de todos los españoles. Es un bello idioma que merece un respeto. Un respeto que los separatistas destruyen con sus políticas de imposición. Una cosa es preservar el patrimonio cultural y lingüístico y otra intentar erradicar del uso común e institucional la lengua común de todos los españoles. Porque son los hablantes los que deciden, libremente, como desean expresarse en su vida social. Y en la relación con las instituciones ha de existir un sano equilibrio entre los dos idiomas. Y el “parli vostè la llengua de l’Imperi” que busca el secesionismo más radical como objetivo final es inadmisible en un país democrático.

Y aunque les fastidie a los separatistas, Cataluña es España. Y España es un país democrático. No se puede decir lo mismo de su modelo político, que ya se vio cuál era durante el intento de golpe de Estado del 1 de octubre: una oposición amordazada y sin derechos, un sistema judicial en manos de la Generalitat y un nulo respeto a las leyes libremente aprobadas por todos los españoles.