Opinión

Seamos serios, Rita

Durante mucho tiempo se ha buscado justificar el privilegio político alegando que las funciones de los cargos públicos exigen una cierta protección frente a la mala fe —sorprende este detalle— de algunos ciudadanos. Como si los ciudadanos no tuviésemos cosa mejor o preocupaciones mayores que dedicarnos a denunciar diputados, senadores y un largo etcétera de representantes por venganza, que es a lo que suena.  La verdad es que el argumento es muy imaginativo, salvo que en el contexto de ciudadanos vengativos, se entienda incluidos a los Jueces de Instrucción, que en virtud del ordenamiento español deciden abrir investigación en base a un conjunto de indicios lo suficientemente significativos como para sospechar de la presunta autoría de un delito. La cuestión no dispone de ningún fundamento jurídico y vulnera radicalmente el principio de igualdad. Pero en España y ante el asombro de casi todos, no se ha abordado una reforma relativa a este punto que cobra, para qué engañarnos, un tinte de actualidad manifiesta con el caso de la todavía senadora Rita Barberá.

Permítanme recordarles —mirando a la Europa vecina— que en esta cuestión somos los primeros. En Italia y Portugal no existe más aforado que el presidente de la República. Francia amplía esa figura al Primer Ministro y su Ejecutivo, mientras Alemania se desmarca prescindiendo de la misma. Qué decir de EEUU y Reino Unido… pero claro, estos últimos son anglosajones y su naturaleza es muy diferente de la nuestra. En ninguno de los ejemplos anteriores ni los parlamentarios están aforados ni, por supuesto, se les ocurriría utilizar recurso semejante para otros altos cargos donde, llegado el caso, el político sería acusado y enjuiciado por el órgano jurisdiccional competente según las reglas generales aplicables a todos los ciudadanos. ¿No es esa la indicación expresa y clara de la CE? ¿Todos iguales?

Resolver la cuestión es imprescindible, pero burocráticamente no tan sencillo. Hacerlo exigiría modificar la Constitución —en el caso de diputados y ministros— y los Estatutos de Autonomía, amén de meter tijera con unas cuantas Leyes Orgánicas —como la del Consejo General del Poder Judicial— para cercenar aforamientos tan llamativos como el de los vocales del Poder Judicial, magistrados de TS y AN, el Presidente del TSJ, los Fiscales de Sala del TS y de la AN, el Defensor del Pueblo —y sus adjuntos—, los Consejeros del Tribunal de Cuentas, los del Consejo de Estado… y los miembros de la Policía Nacional, Guardia Civil, Policía Autonómica y ¡hasta la Policía Local!.

Ya sé que con unas terceras elecciones a la vuelta de la esquina y concentrados en la carnaza política —donde los partidos están más empeñados en despellejar al rival que en defender su programa de Gobierno— es difícil mantener la calma y conservar la objetividad. Pero se agradece el rigor. El que obliga a no vulnerar la presunción de inocencia de la exregidora valenciana cuando no existe escrito de acusación ni tiene por qué abrirse juicio oral contra ella. Para determinar tal extremo, sí ha de producirse está la instrucción previa. Y el que obliga a decir, también, que si no se puede forzar a un senador a dejar su escaño porque resulta que es el titular del mismo y no lo es el partido al que representa, tal y como está el suyo, darse de baja como afiliada y seguir parapetada en su trinchera de aforada, es casi de risa.

Seamos serios, Rita. En este estado de esquizofrenia colectiva y si vamos a saltarnos la legalidad por pura conveniencia y estética, igual deberíamos plantearnos reemplazar el término investigado por el de “con pinta de corrupto” o decir claramente que estamos a favor de la presunción de inocencia pero sólo cuando afecta a los nuestros y no a los contrarios —donde siempre se ve tan obvio que son culpables— o pensar qué aporta confundir a la opinión pública exigiendo al afectado que abandone de inmediato su cargo, no sea que la justicia se adelante y confirme su inocencia.