Reflexiones del duque de Maura
En 1904, Gabriel Maura Gamazo sufrió una gripe infecciosa «bien inoportuna, pues durante las semanas que duró ascendí a padre de la patria, siendo elegido, por primera vez, diputado a Cortes por Catalayud, y a padre de familia, con el nacimiento de mi primera hija». No eran las mejores circunstancias para la llegada a casa de un primer bebé, pero aquello fue algo anecdótico, pues no volvió a guardar cama ni un solo día en cuarenta y tres años. «Doy gracias por ello a Dios, e inmediatamente después… a mi gordura».
A falta de abuelos maternos, la primera nieta de Antonio Maura disfrutó del calor de un amplio hogar en una estrecha proximidad con su abuelo paterno, entonces presidente del Consejo de Ministros. Aquellos años en que aumentaba satisfactoriamente su linaje, presentó su primera dimisión como jefe de Gobierno. Gabriela tenía seis meses y su nuera, embarazada de nuevo, esperaba para el siguiente invierno la llegada de María del Carmen. El rey Alfonso XIII había cumplido los dieciocho años en mayo de 1904, las desavenencias entre Maura y él, luego salvadas, sucedieron en estos años. En junio de 1905, la reunión en las Cortes decantó de nuevo la jefatura de los conservadores a favor de Maura. Tras una sesión necrológica en recuerdo de Silvela, éste tuvo una de sus brillantes intervenciones, en las que expuso su doctrina constitucional que, después, con el paso del tiempo, se convirtió en la admitida por todos, conservadores y liberales.
Gabriel Maura, desde su adolescencia, procuró estar a la altura del personaje histórico del que era hijo y trató de seguir de cerca sus ideales para perpetuarlos. Así lo testimonió en sus recuerdos de adolescencia: «Estoy jugando con mis hermanas en el Prado, frente a los jardines del Buen Retiro y los desmontes contiguos, solar de las futuras Bolsa y calle de la Lealtad, hoy Antonio Maura. Pasa cerca de nosotros mi padre, procedente del Congreso, camino de Recoletos, con un grupo de cuatro o cinco diputados, amigos suyos, de levita y chistera todos ellos. Corro a su encuentro y le pido permiso (que obtengo sin dificultad) para volver a casa con él y no con la niñera y las niñas. Reanudan los señores mayores su, por mí, interrumpida conversación, y pongo mis cinco sentidos en pescar lo que dicen».
Gabriela, María del Carmen, Julia y María Victoria, las hijas de Gabriel y Julia, debieron aceptar la expectación que despertó en su entorno la llegada del primer varón al hogar: Ramón. Su padre, sujeto irrepetible, expresó con armoniosa sencillez la diferencia esencial entre ambos géneros: «Los hombres desconectan con mayor facilidad el cerebro del corazón y de otras vísceras menos nobles. Pero, como no hacen otro tanto con la conducta, la estadística de las claudicaciones en uno y otro sexo, arroja resultados numéricos aproximadamente iguales». Imagino a sus cuatro hijas embelesadas escuchando sus historias. Aunque nacido en Madrid y formado en Inglaterra y Alemania, aquel dandy era también mitad mallorquín y mitad castellano. No acierto a documentarla, pero entreveo en él cierta esencia toscana oculta de barniz espeso y deslumbrante.
Aquella alma traviesa que se escondía en Gabriel Maura se transparentaba de tanto en tanto, y muy bien que hacía, porque podía permitírselo y porque la vida sería aburridísima sin travesuras a la manera de la cultura toscana y, si me apuran, de la bizantina, por no insistir en la andaluza, que ya puedo pecar de pesada y tampoco es eso. Insisto en sus palabras, porque me desbordan: «El día es espléndido. Un sol radiante acaba de fundir la nieve de la carretera que permite salvar el Apenino. El valle del Arno, contemplado desde su cumbre, es, en mis recuerdos, una instantánea imperecedera. Sentado junto al chófer, Renzo Boschi, ejercito mi italiano, que no aprendí jamás en textos lectivos, sino en butacas de teatro (ópera o comedia) o en las obras de autores que leí, desde niño, en su lengua original».
En diciembre de 1925, Gabriel Maura intentó continuar la estela de su padre, adquiriendo un protagonismo destacable en los ambientes políticos de ese momento. Miguel Primo de Rivera, al dimitir en 1930, lo propuso como ministro de Hacienda o de Justicia. Con el comienzo de la turbulenta década de los años treinta, fomentó el consenso político a través de continuas tertulias en su casa con afines seguidores de su padre. Monárquico convencido, rozó con sus manos los hilos más finos y delicados de aquellas relaciones humanas. Por lealtad a la Corona, decidió expatriarse junto a su familia de forma voluntaria. Había sido ministro de Trabajo y Previsión en el último gobierno y entendió que ése era el único servicio que podía prestar a la buena causa española. Fue aquel mismo año cuando el rey Alfonso XIII instituyó para él el ducado de Maura con Grandeza de España como reconocimiento a la labor que su padre habría desarrollado a lo largo de su vida por nuestro país. «Debió ser mi madre la favorecida por esa dignidad nobiliaria, pero se opuso el general Primo de Rivera. Cuando caído el dictador, el gobierno Berenguer examinó el asunto con la debida ecuanimidad, ya había fallecido mi madre, y entonces la merced recayó en mí, como primogénito».
Lo último en Opinión
Últimas noticias
-
El juez pondrá en libertad a Aldama tras confesar sus relaciones con Sánchez, el PSOE y varios ministros
-
El malagueño que soñó con el Gordo de Navidad de 1949 y se fue a Madrid a buscarlo
-
El PI exige anular la construcción de 450 pisos en Ses Fontanelles en Palma al ser zona inundable
-
Aldama al juez: «Sánchez me dijo: ‘Gracias por lo que estás haciendo, me tienen informado’»
-
España espera rival en la Liga de Naciones: Holanda, Italia o Croacia