Opinión

Perdón por ser hetero

El sábado viví una experiencia surrealista protagonizada por los falsos, cansinos y caducos inspiradores de lo moderno. Se repitió esa especie de rebelión del hombre contra la divinidad, en la eterna y estúpida ambición por superarla. Aullidos salvajes causados por dramas primitivos, untados por el ajenjo de la conveniencia, sometimientos de cuerpos y almas con la caprichosa voluntad como única mandataria, la indestructible máquina del deseo con todas sus máscaras: he aquí el fondo de la cuestión. Les relato los hechos.

Llegué a Madrid a media tarde. Estaba la ciudad especialmente animada, con un aire ochentero flotando por las calles del centro. Una bandada de camisetas de tirantes blancas contrastaba con los colorines del arco iris. Era la última noche de la semana en la que las personas con tendencias sexuales variopintas celebran apasionadamente una libertad de la que ya gozan hace mucho tiempo, como poetas dementes de tormentos pasados que ya no existen, pero ellos reviven como vampiros atravesando a hurtadillas el cuarto de sus propios padres.

Ya perfectamente instalada, me dirigía a una cena en la calle Jorge Juan. Mi intención era ir caminando: un apetecible paseo de veinte minutos por el paseo de la Castellana al término de una tarde que no era demasiado calurosa. Me encantan esas horas del día. Lista para mi sarao particular, me lancé a la calle con ilusión; pero pronto vi un montón de policías con cara de pocos amigos que anunciaban el corte de todo el paseo, una marabunta de gente que se preparaba para una especie de fiesta primaveral de adolescentes.

El camino hacia el restaurante fue indescriptible: pitos, agentes de seguridad desquiciados, una marabunta con ansias por desmadrar. Mis dos acompañantes y yo conseguimos llegar a nuestro destino. La cena fue divertidísima y deliciosa, en un restaurante en el que a nadie le importaba la inclinación sexual del de enfrente. Terminamos a medianoche. El regreso fue desquiciante. Una masa humana instintiva y perversa, con falta de coherencia y clarividencia, había tomado la calle.

Le pregunté a un policía qué camino tomar y resultó que era un gay disfrazado. La música era ensordecedora en la plaza de Colón. Personas de edades extremas besándose sobre los coches se mezclaban en la neblina del vicio más salvaje.

El espectáculo me parecía nauseabundo (igual que si hubiera sido entre heterosexuales). Policías de verdad se mezclaban con los de ficción entre la multitud. La ley del deseo lo dominaba todo. Vi de espaldas a una pareja de hombres con un niño de unos ocho años, que iba completamente maquillado. Estaban enseñándole a caminar como ellos, entre risas cómplices. Me pareció el culmen de la falta de libertad, esa que ellos tanto predican.

Uno de mis acompañantes sugirió la idea de tomar una copa antes de irnos a dormir. Al unísono contestamos que ni de broma, que queríamos llegar cuanto antes a casa y salir de esas calles de un Madrid irreconocible. Aquella especie de bacanal de machos cabríos mezclados con Furias de corte bizantino, en esa especie de adoración por lo eternamente femenino, embestidos todos por los impulsos más primitivos y lascivos, ¿a qué responde? ¿Aún hay alguien en nuestro país que valore a una persona por su sexualidad? ¿Qué nos importa a la mayoría con quien se acuesta el de enfrente?

En mi opinión, la mayoría de los españoles respetamos todas las opciones de relación afectiva o sexual, entendiéndolas como parte de la esfera íntima de una persona. No entiendo el alarde desfasado e innecesario de algo tan recóndito, en un país con plena libertad y derechos reconocidos.

Es una lástima que ninguno aludiera a las persecuciones en los países en los que estos comportamientos sexuales todavía se penalizan con la muerte. Está muy manido ya el argumento de la falta de libertad sexual para festejar a diestro y siniestro. Yo también quiero una ciudad entera para montar una fiesta ¡y que la pague el Gobierno! Esto no es progreso.