Opinión

La nueva inquisición es el populismo

Reino Unido es un país cuasi noqueado por la huella perniciosa del populismo tras la victoria del Brexit. El error histórico de dejar la Unión Europea (UE) ha dado lugar a una serie de decisiones que sólo se entienden como un táctica de la premier Theresa May por hacerse con la simpatía electoral de los euroescépticos o como una estrategia para conseguir un mejor trato de desconexión con la UE a costa de la política del miedo. En cualquier caso, y más allá del efectismo del momento, estas tretas populistas pueden poner en solfa el futuro económico del país a medio y largo plazo. Con la libra depreciada y en valores de hace 31 años, el Gobierno británico prepara un plan para obligar a las empresas a hacer listas informativas, casi inquisitoriales, con el número de trabajadores extranjeros, europeos incluidos. Una manera de perseguir y estigmatizar al extranjero que, más allá del business, va en contra de la propia historia del país.

Si algo ha hecho poderosa a Gran Bretaña es su esencia acogedora y cosmopolita. Con Londres como bandera —auténtica capital del mundo junto con Nueva York—, desde el siglo XVI, tiempos de Isabel I y William Shakespeare, la isla más famosa a este lado del Atlántico siempre ha sido un modelo de comercio internacional, cultura ecléctica y apertura al mundo. De ahí que resulte incomprensible que el Ejecutivo británico prepare un plan por valor de 140 millones de libras para poner barreras fiscales a los extranjeros que quieran trabajar allí. Incluso pretenden limitar la entrada a los estudiantes de otros países. Propaganda de muy bajo nivel para contentar a los territorios del norte de Inglaterra. Feudo mayoritario de los escépticos.

Su propio mercado laboral, con el nivel de contratación más alto desde 1971, desmiente la necesidad de medidas aislacionistas de este tipo. De ahí que May equivoque el camino si pretende ser un remedo de UKIP y poner al extranjero como causante de los problemas de Estado. El partido radical se ha demostrado un guirigay con y sin el polémico Nigel Farage, que ni siquiera se atrevió a afrontar las consecuencias del camino que él mismo había iniciado al pedir la ruptura con el resto de Europa. Hasta tal punto llega el desconcierto que su sucesora, Diane James, ha dimito 18 días después de ser elegida. Reino Unido es un territorio demasiado serio como para dejarse llevar por esta corriente chapucera y demagógica.

En esa línea, las palabras de la ministra del Interior, Amber Rudd, son un ejercicio de cinismo. Rudd acusa a los inmigrantes de «ocupar los trabajos de los británicos». Resulta zafio criminalizar a los trabajadores foráneos a los ojos de la sociedad. Personas que tanto han aportado al éxito económico y financiero de todo el territorio. A expensas de que se concreten con exactitud, estas medidas podrían afectar a los más de 100.000 españoles que viven allí. En cualquier caso, y tras las críticas recibidas por esta propuesta —el propio alcalde de Londres— cabe esperar que sólo sea un globo sonda del Gobierno. De lo contrario, la patria de Churchill, McCartney o Beckham pasará de ser una auténtica marca registrada a una simple isla con petróleo en el Atlántico norte.