La monjita flagelada
Así, con faz contrita y engañosamente apesadumbrada, y con un tonillo de escolar arrepentido de su pertinaz onanismo, compareció el aún presidente, Pedro Sánchez, en su enésima aparición periodística, esta vez en un grupo perfectamente identificado con el afán de supervivencia en cualquier escenario, tiempo o motivo. Medio año después de que la Ley más perjudicial -que ya es decir, desde luego- que haya salido nunca de las fauces parlamentarias del Estado Español, su promotor y valedor ha solicitado perdón de esa guisa a la multitud de personas que se han visto desprotegidas y humilladas por un texto que, lejos de ayudarlas y comprenderlas, ha servido para que los autores del desmán que han sufrido estén ya en la calle o, en su defecto, se hayan alegrado de que sus penas se hayan empequeñecido hasta términos escandalosos. Lo peor de Sánchez es que puede afirmar mañana mismo a las doce del mediodía que en realidad es medianoche, que nadie le tomará en serio y, aún peor, afirmar también con humildad colegial que verdaderamente son las doce ante meridiem y todos acreditemos que nos está mintiendo porque es de noche y acaban de dar las doce de un nuevo día. Por curioso que parezca el ejemplo, esto es lo que destila el crédito que acumula -o sea, ninguno- el todavía jefe del Gobierno.
Porque, recordemos: ¿no es este mismo individuo el que festejó el atentado legal perpetrado por Irene Montero, su ministra más ágrafa -que ya es decir, repito- presentándolo como un hito sin precedentes en la historia del feminismo universal? ¿No es este mismo sujeto el que, ufano, presumió de que el tal texto era ya la envidia de Europa y la falsilla sobre el que los demás países de la Unión iban a construir iniciativas semejantes? ¿No es este el tipo que en sesión parlamentaria de control descalificó a los opositores tildándoles de agresores de mujeres? Y finalmente: ¿No es este el mismo personaje que ha desatendido durante más de seis meses el goteo de violadores beneficiados por su ley sin verse en la precisión de terminar con su atentado? Pues claro que sí; entonces, y como afirma solemnemente un periodista amigo: «Sin dimisión, no hay perdón». Las dos cosas llegan tarde: la primera porque nunca se va a producir, la segunda porque es una artimaña para disimular su culpabilidad. Naturalmente que a este psicópata narcisista (así lo han diagnosticado los psiquiatras, no el cronista) le trae por una auténtica higa pedir perdón o hincarse de rodillas, sollozando indulgencias y gracia si ello le vale para continuar en el machito, y naturalmente también que, contra todas las luces de la razón y la decencia, no tomará represalias políticas contra Irene Montero o contra sí mismo, pagando con la dimisión el estropicio que han causado tan consciente como chulescamente. Hace años, un ministro del Interior del PSOE, José Barrionuevo Peña, se enredó dialécticamente intentando disfrazar su protagonismo, el de su Gobierno y el de Felipe González, en el terrorismo del GAL, con una disculpa entre hilarante y desvergonzada: «Cuando se mete la pata, se saca y en paz».
Pues bien, lo de ahora es mucho más grave: los provocadores del desatino no reconocen fallo alguno, sólo admiten los llamados, con un eufemismo que hiere el sentido común «errores no deseados» y, encima, se niegan a agradecer el brazo salvador que les ha ofrecido Feijóo: además, proclaman sin ponerse colorados, que únicamente se trata de una pequeña cosilla, lo que ellos, con el inefable Bolaños a la cabeza (¿por qué no te peinas de una vez, Félix, tú que puedes) denominan: «enmiendas técnicas». Es decir, que un giro copernicano que supone que se elevan nuevamente hasta los límites anteriores las penas en que han incurrido, o vayan a incurrir los agresores sexuales, son sencillamente para los mencionados apóstoles del chanchullo y la chapuza, pecados veniales. Ojo, dicen: las equivocaciones las han cometido otros/otras, que nosotros poco hemos tenido que ver con estos imponderables. Hubo una vez un ministro de Franco, miembro del Opus Dei, que en pleno escándalo Matesa despojó de cualquier responsabilidad al Gobierno del invicto (así le llamaban sus fans) con la apelación a este singular ejemplo: «No le han metido un gol al Real Madrid, se lo han metido al portero del Real Madrid». Traducido al esperanto actual: la hecatombe inmoral que ha causado la Ley corresponde a una inflamada feminista a la que ya se ha reñido en la intimidad, no a un «Gobierno sólido (palabras de Calviño) que sólo trabaja para la mayoría social del país». También -se supone- para las mil mujeres que una vez fueron asaltadas por unos miserables a los que ahora, con un poco de mala fortuna, pueden ya encontrárseles por las calles de su ciudad.
Así que de perdón, nada. Ni perdonan a Sánchez las agraviadas, ni le perdona la mayoría digna de este país viendo, además, cómo se exhibe lloriqueando en la televisión como una damisela francesa. De eso, nada monada. Condiciones para el perdón: igualdad entre el ofensor y el ofendido, sinceridad en la disculpa y voluntad de reparación, lo que el Astete de nuestra infancia catalogaba como «propósito de enmienda». Nada de eso se cumple en el todavía presidente del Gobierno. Sólo es rehén de su conveniencia. En este momento así, como quien no quiere la cosa, le ha venido de perillas gemir con un perdón más artificial que la leche en polvo, pues bien, ¡hala!, ¿quién dijo miedo? Se saca la pata y en paz, según la acrisolada doctrina socialista. Por el camino, lloran las víctimas de tanta insidia, de tanto mal derramado, de tanta desvergüenza. Él -lo verán a continuación- no reconocerá el apoyo de Feijóo y el PP para sacarle del entuerto; no, les insultará y, claro está, no pedirá perdón por ello; es más, ordenará a su cuadra de forajidos políticos que se empleen a fondo vertiendo pariguales denuestos. Es la monjita flagelada actuando en un teatro pueblerino.
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