Mónica García: un año, tres huelgas
Diciembre llega y con él la tercera huelga médica en seis meses, un récord que no debería sorprender a nadie. La ministra de Sanidad, Mónica García, mira al calendario como quien contempla un eclipse, quizá creyendo que su sola presencia ilumina la sanidad. La realidad, sin embargo, es menos poética: los pasillos de los hospitales siguen resonando con protestas, ausencias y rostros cansados, mientras su departamento negocia en un universo paralelo, donde el humo se vende como política y los resultados llegan siempre en diferido, fenómeno digno de un ensayo de Atul Gawande.
García, anestesióloga de profesión y aspirante a la presidencia que todos sospechan, Madrid, comenzó este año con la ambición de reformar el Estatuto Marco del personal sanitario, aquel documento venerable que ha envejecido más que los quirófanos sin aire acondicionado de la España real. Medio millón de trabajadores esperan cambios que reconozcan su trabajo, su dedicación, sus guardias interminables y su capacidad de sostener un sistema al borde del colapso. Y lo que recibieron fue un borrador que más que reparar, parchea, más que escuchar, impone, más que dialogar, fuma.
No sorprende que en junio los médicos dijeran basta. Tampoco que en octubre repitieran, con más fuerza, su advertencia de que este Estatuto no les sirve. Lo que sí asombra es la persistencia de García en su estrategia: insistir en Madrid, vender discursos, aparecer en fotos, fingir que la sanidad pública es un escaparate donde ella es la protagonista. Mientras, el ecosistema sanitario se resquebraja: listas de espera, guardias interminables, conciliaciones imposibles, pacientes esperando, enfermeras exhaustas y médicos en pie de guerra. Pero, eso sí, la ministra sonríe para la cámara y habla de avances significativos en redes, donde si no.
Es un fenómeno que parece extraído de la pluma de Oliver Sacks, la mezcla de teatro, vanidad y guerra de papeles. Aquí no hay espadachines, pero sí un ejército agotado que observa cómo la política se erige en sustituto de la gestión. García quiere ser presidenta; la sanidad quiere ser atendida. Y entre medias quedan los pacientes, los trabajadores y la credibilidad de un sistema que sobrevive a la esperanza y a la planificación de muchas comunidades autónomas.
Ironías aparte, el problema no es sólo que se repitan las huelgas: es que la ministra no parece percibir que no hay humo que tape el deterioro del sistema que han parcheado seis ministros de Sanidad –con ella– en la era Pedro Sánchez, ni aplausos que compensen la falta de soluciones. Mientras su atención se centra en cómo dañar a Madrid y en su ambición personal, la sanidad languidece, las demandas de los facultativos se prolongan y la reforma laboral, esa vieja promesa, sigue siendo un cadáver envuelto en papeles ministeriales.
La lección, si alguien quiere aprenderla, es clara: se puede aspirar a todo, incluso a la presidencia madrileña, pero no se puede gobernar un sistema agotado con fotos, discursos y parches. La sanidad pública necesita hechos, no ecosistemas sentimentales ni humos rápidos. Y mientras García siga creyendo que vender humo es sinónimo de gestionar, los sindicatos, los médicos y los pacientes seguirán recordándole, con huelgas y silencios, que aquí el problema no son ellos: es quien debería velar por todos, Mónica García.
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