Manualidades en el Constitucional

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No voy a incidir en todo lo que probados analistas jurídicos y políticos han puesto de manifiesto acerca del último paso de Pedro Sánchez en su proceso de vampirización de las instituciones en relación con el Tribunal Constitucional. Sólo quisiera añadir al debate el recuerdo de una figura de la España de la tercera década del siglo pasado de entre las que, a izquierda y a derecha, elevaron con su ejemplo de dignidad y coherencia la condición política muy por encima de las convulsas circunstancias de aquella década que comenzó tan esperanzadora y terminó tan trágica.

Así fue también para la personalidad a que me refiero, el juez Francisco Javier Elola y Díaz Varela, nombrado en 1931 fiscal general de la Segunda República por el Gobierno provisional y fusilado en 1939 por los franquistas en Barcelona, con 61 años, tras negarse a marchar al exilio por considerar que no era reo de ningún delito.

Elegido diputado por su Lugo natal dentro de las listas del Partido Radical de Alejandro Lerroux en las elecciones a Cortes constituyentes de 1931, fue uno de los grandes defensores de la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales, que sería el antecedente de nuestro actual Tribunal Constitucional, sobre todo en cuanto a su jurisdicción para dirimir sobre la inconstitucionalidad de las leyes, el recurso de amparo y los conflictos de competencias entre el Estado y las regiones.

Es imposible no advertir en las actuales circunstancias las profundas resonancias de la intervención de Elola el día 26 de noviembre de 1931 en una de las sesiones parlamentarias en que se debatía el proyecto de Constitución.

En dicha sesión se discutía una enmienda a la totalidad del diputado Gabriel Franco, de Acción Republicana, al Título X que recogía la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales. La enmienda, en línea con otra presentada por José Xirau, de ERC, proponía crear un Consejo de la Nación, elegido por sufragio directo y con dos representantes por provincia, para resolver los conflictos entre el presidente de la República y el Parlamento, así como entre el poder central y las regiones autónomas.

El debate se alargaba, rebotando los argumentos de unos y otros entre los escaños, hasta que Elola pidió la palabra para centrar la cuestión en la inconstitucionalidad de las leyes. Su prestigio como jurista, que le había llevado a participar en la comisión asesora que planteó la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales en el anteproyecto constitucional, hizo acallar por vez primera las interrupciones al orador, que habían salpicado continuamente la sesión. Todo el mundo le escuchó con respeto reverencial.

“La inconstitucionalidad de las leyes es materia propiamente jurisdiccional y no política”, dijo Elola en un momento de su intervención, para continuar argumentando que cuando una ley de segundo orden infringe la Constitución, hay que buscar la manera de que la normalidad se restablezca. “¿Puede hacerse eso, por ventura, mediante un órgano político? En ningún país del mundo se ha pensado en que un órgano político pueda estatuir sobre la inconstitucionalidad de las leyes”, sentenció.

Sólo le sucedieron en el uso de la palabra dos diputados más. La enmienda pasó a votación nominal y fue rechazada por los votos de los socialistas y radical-socialistas, frente a los de los radicales, republicanos, progresistas, federales y catalanes. Elola, que manifestó que defendía individualmente una posición contraria a su partido, se abstuvo de votar.

El que sería juez instructor, primero en Madrid y después en toda la zona republicana, de la causa contra los militares sublevados en julio de 1936, dejó en aquella sesión de 1931 grabado el frontispicio del título IX de nuestra “Constitución de la concordia”. Aquella sentencia suya sobre la imposibilidad de que un órgano político pueda interpretar la Carta Magna, contó entonces con el apoyo de los socialistas.

Casi un siglo después, Pedro Sánchez desoye el eco de aquella sentencia para nombrar a dos cargos políticos que fueron de su gobierno, con rangos de ministro y directora general, para el Alto Tribunal. El primer paso para la reforma de nuestro sistema constitucional por el patio trasero, por interés de parte y en favor de quienes “se quieren marchar de España”.

Solo faltaría que, además de despreciar aquella lección de Elola, el inquilino de la Moncloa siguiera el consejo de Juan Sánchez-Rivera de la Lastra, abogado y jurista afiliado al PSOE, cuya sinuosa biografía puede consultarse en la web de la Fundación Pablo Iglesias.

Sánchez-Rivera intervino el 26 de agosto de 1931, con un artículo en portada del Heraldo de Madrid, en los debates públicos sobre el futuro Tribunal de Garantías Constitucionales con una propuesta que perseguía aquilatar lo que él mismo denominó “un régimen republicano con tendencias socialistas”.

La idea de Sánchez-Rivera era que formaran parte del nuevo órgano, entre otros miembros, “ocho obreros manuales libremente elegidos por la Casa del Pueblo de Madrid”. “Va en ello algo fundamental para la verdadera democracia”, apostilló, como hace hoy Sánchez para justificar su asalto a las instituciones.

Parece que el actual líder del PSOE está más de acuerdo con la propuesta del que fue su histórico compañero de filas que con el criterio de Francisco Javier Elola en cuanto a la independencia del Tribunal Constitucional. Porque en lo de hacer manualidades con las instituciones democráticas, para manosearlas y moldearlas al capricho de sus ansias de poder, Sánchez se está convirtiendo en todo un consumado artesano.

 

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