Opinión

La hipocresía política con los impuestos y el dogma del gasto público

La izquierda y el intervencionismo en general han sido capaces de hacer calar la idea de que es bueno que haya un nivel elevado de impuestos con los que sufragar un todavía mayor gasto público. Hace muchos años que dieron esa batalla y lograron imponer su mantra “progre” en la política, los medios de comunicación y en gran parte de la sociedad, con honrosas excepciones en cada uno de esos ámbitos.

Así, fueron capaces de hacer creer a los ciudadanos que el pagar impuestos es cosa de ricos y de las empresas -para ellos, ricos también-, gracias a la ilusión fiscal que se crea con el sistema de retenciones que tenemos en el IRPF y con el camuflaje en el precio que tienen los impuestos indirectos -impuestos indirectos que, por otra parte, son los que menos distorsionan la actividad económica y por eso son los que gustan menos a la izquierda-, y con la demonización del sector empresarial, cuando es el que genera riqueza y prosperidad. Por tanto, cuando hablan de “justicia fiscal” o emplean términos similares, que lo que realmente significan es que van a sajar a impuestos a todos los contribuyentes, dan a entender que los impuestos los van a pagar otros, “los ricos”.

Enseguida, pasan a enlazar los impuestos a los supuestos “ricos” con la necesidad de imponerlos para pagar el necesario y exponencialmente creciente gasto con el que satisfacer todo tipo de necesidades al grueso de los ciudadanos, cosa que no es verdad, pero que logran hacer parecer que sí lo sea.

El problema aparece cuando esas ideas se han extendido tanto, han llegado tan profundo, que se han instalado en la mente de muchos ciudadanos, que si les prometen una actuación pública que implica gasto, piensan que ellos se van a beneficiar directamente de él, mientras que en el caso de que lleguen a darse cuenta de que eso se paga con impuestos -que es difícil por la ilusión fiscal que se han encargado de crear los amantes de la confiscación tributaria- piensan que lo paga otro. Eso hace que incluso una gran parte de políticos de ideología liberal-conservadora no se atrevan a hablar claro, con la idea, en el mejor de los casos, de no decir nada que los ate y poder, después de alcanzar el poder, aplicar recetas liberal-conservadoras o, incluso, en el peor de los casos y como si de una especie de síndrome de Estocolmo se tratase, se dejan llevar por la práctica intervencionista, como rehén que ha convivido con dichos captores ideológicos metafóricos durante décadas.

Es la hipocresía política de los impuestos altos y el gasto desmedido, que se aplican con la promesa de hacer un mundo mejor, cuando lo que hacen es deteriorarlo, ya que confiscan coercitivamente y derrochan un dinero que nos endeuda hasta las cejas, por varias generaciones, pues es tal el gasto que no es casi nunca suficiente con lo confiscado en el ejercicio ordinario, sino que una parte, cada vez más -no porque los impuestos sean menores, sino porque el gasto cada vez es mayor- lo cargan a las generaciones venideras, hasta un punto que puede hacer insostenible una economía.

Dentro de esa hipocresía, por ejemplo, se llega a prohibir fumar en múltiples lugares y, ahora, con el coronavirus, hasta en la calle, pero ninguna administración renuncia a los ingresos tributarios que se derivan del impuesto sobre las labores del tabaco, que se reparten la Administración General del Estado (42% de la recaudación) y las Comunidades Autónomas (58% de la recaudación). Todas están encantadas de meter la mano en el bolsillo de los fumadores. Para ello, también encontrarán una justificación en gran parte hipócrita: dirán que con ese gravamen tratan de disuadir que fumen las personas, para que no enfermen, pero si de eso se tratase, y dado que la tendencia burocrática es la de prohibir (como decía el otro día), entonces que lo prohíban totalmente, de manera que renuncien a esa fuente de ingresos. No lo hacen, ¿verdad? Ahí está la hipocresía.

Del mismo modo, decretan el cierre productivo, arruinando a muchas empresas y familias, imponen severas y cambiantes restricciones con los que los apuntillan, y se niegan a conceder condonaciones de impuestos, bajo el pretexto de que necesitan fondos para realizar actuaciones de gasto público para los necesitados. ¿Y no son necesitados todos los ciudadanos, todas las empresas a los que están llevando a la ruina? Y es que ahora utilizan el coronavirus para justificar futuros incrementos de impuestos y de gasto, de manera que al que disienta de ello le dirán que no tiene corazón, que sitúa la economía por encima de la salud, cuando, todo lo contrario, sin economía no hay sanidad y, por tanto, no hay salud.

En definitiva, es muy triste ver que el intervencionismo logra campar a sus anchas por la vida de los ciudadanos en España -y en gran parte del mundo-, haciéndoles ver, además, que hay que darle las gracias por preocuparse tanto de ellos, con esos servicios públicos de mala gestión y, por tanto, sobredimensionado gasto y escasos resultados, pero que el intervencionismo reviste como actuaciones sociales -aunque la mayoría no lo son- e impuestos confiscatorios que el intervencionismo camufla diciendo que los pagan “los ricos”.

Es necesario oponerse a esto, explicar a los ciudadanos que es necesario ofrecer una serie de servicios básicos desde el sector público, pero de manera eficiente y austera, y que la mejor manera de que todos los ciudadanos prosperen no es con una cartera de servicios muy amplia, muchos de los cuales no utilizan, sino con un gasto limitado y unos impuestos bajos que dinamicen la sociedad y permitan que se cree empleo, que es la mejor política social que existe, que, más allá de ser un eslogan, es la realidad, como muestra la experiencia cada vez que alguien se ha atrevido a aplicarla.