Opinión

Esnob lingüístico, cerebro ‘low cost’

  • Carla de la Lá
  • Escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU. Directora de la agencia Globe Comunicación en Madrid. Escribo sobre política y estilo de vida.

La vulgaridad es una realidad necesaria, aunque les duela a los puristas del refinamiento. Yo, una esteta lingüística (me resulta más atractivo el descuartizador de Boston que un leísta), acepto con serenidad y a veces disfrute lo que las redes sociales han democratizado (¿o es rebajado?) nuestra lengua.

En este implacable asunto de la elegancia no hay nada más contraproducente que perseguirla; hay un divertidísimo y despiadado concepto: elegantioso (aquel que se esfuerza en parecer distinguido o pretende serlo sin conseguirlo en absoluto).

Nuevo día, palabra nueva, lo sé por los cuatro adolescentes que viven en mi casa y que me informan sin pretenderlo del ritmo de esta jerga infinita. No importa si ya existían una o cinco maneras de expresarlo. Hemos de ser modernos, parecer profundos y, sobre todo, parte de ese club exclusivo de los iniciados en el neolenguaje de la corrección política.

¿De dónde mana esta cascada de neologismos, a veces simpáticos, otras artísticos, poéticos (mis favoritos los latinoamericanos) y la mayoría de las veces irritantes por su falta de autenticidad, por cursis (mil veces lo macarra que lo cursi) o ridículos? Los peores los que manan de rédito político. Tecnócratas con tiempo libre, café y arrogancia, pariendo «Racializado», por ejemplo.

¿Por qué si ya tenemos discriminado? Para que huela a que resolver siglos de opresión estructural ¡Qué alivio para tu espíritu, amigo, novio, amante, vecino o empleado racializado! Una palabra insultante, sobre todo, y que no comprenden quienes más la utilizan. De manera asquerosamente contraproducente, en boca de los autómatas menos agudos del buenismo, con el resultado menos inclusivo posible. Un verdadero ejemplo de formación reactiva para cualquier sano intérprete de la lengua española, la filosofía y la lógica.

Pero caminemos. Penetremos al espacio más oscuro de los eufemismos. «Violinizar», como si añadiéndole música clásica o poniéndole una aceituna, o kétchup, pudiéramos hacer que sonara más dulce. ¿Qué más? ¿»Asesinizador», «Robinizador», «Secuestrinizador», «Golpeadorizar», «Torturinizador»? Tal vez dejemos de sentirnos incómodos ante la brutalidad del mundo añadiendo un aquelarre de sílabas, lanzándolas al cielo y respetando su caída, donde sea. Porque eso es lo que importa: que nadie se sienta incómodo, no vaya a ser que tengamos que enfrentar la realidad.

Y aquí entramos en la gran fiesta del pretencioso, el club VIP de los padres que llaman a sus hijos Flavio, Cayo o Augusto, emperadores reducidos, acostaditos en divanes imaginarios mientras, «Valerios» y «Máximos» correteando por el jardín. Para mí, los padres que se proyectan en sus vástagos estigmatizándolos con sus complejos en forma de nombre, son como los consumidores de bolsos de imitación de Louis Vuitton. Es exactamente la misma cabeza, son los mismos cerebros, las mismas almas. No pasa nada, ¿eh?

Los nombres, las marcas, los logos y los neologismos permiten a las personas sentirse parte de un discurso moderno y relevante, reflejo de una tendencia social más amplia: la búsqueda desesperada de identidad, la obsesión por parecer sin importar la sustancia.

«Posverdad», mentir descaradamente, pero con estilo, la verdad ya no importa, sólo nuestras emociones (Pedro Sánchez, sultán de la posverdad) y cómo nos sentimos al respecto. Eso es todo. Mientras, los tecnócratas y la Administración manipulan y alcanzan mayores cotas de poder acariciando la sensibilidad del tonto, sometiendo y fidelizando al imbécil con sus creaciones léxicas.

Hablemos también de la frase hecha, clonada, restirada, machacada, pisoteada, deglutida y vomitada: el cliché. El sufijo «gate» «Begoña-gate», démosle a cualquier mierda que pase en el mundo un toque más histórico y trascendental, como aroma de trufa sintético, ditiapentano o bis(metiltio)metano, para recrear el olor y sabor característicos de la trufa sin trufa en pizza king.

Necesitamos encapsular los fenómenos, tan efímeros como las palabras que los contienen. ¿Dónde termina la creatividad y comienza el patetismo? Cuando una persona o sociedad busca desesperadamente parecer más de lo que es.

Quizás sea la hora de poner límites a este revolcón y empezar a cuestionar si estos neologismos –violinizar, violinizar ¿qué vendrá después?– nos hacen más inteligentes y felices, o simplemente nos precipitan al vacío, donde las palabras son tan feas (pomposas, falsas, prescindibles…) como prendas de imitación.