Opinión

La escuela no es (ni debe ser) una academia de idiomas

El argumento más socorrido al que se agarran ahora los defensores del monolingüismo obligatorio en las aulas baleares es decir que los alumnos a los dieciséis años, al término de la educación obligatoria, deben dominar los dos idiomas cooficiales de la autonomía. Se trata de un argumento que hasta hace poco venían esgrimiendo las siempre equilibradas mesnadas del PP y que ahora, ironías de la vida, han tomado prestado los partidarios de la inmersión obligatoria. Como el uso social del catalán estaría en franco declive, incluso la Plataforma per la Llengua y la OCB hablan de «emergencia lingüística», la escuela habría de tomar partido por el idioma minoritario (y no “minorizado”, al que taimadamente se refieren, como si alguien tuviera la culpa de ello) y excluir el español porque este último ya se “aprende en la calle y en la televisión”. De nuevo el catalanismo, que desde la revolució dels somriures y el psicodrama de las camisetas verdes venía haciendo gala de triunfalismo y no dejaba de recordar que eran una “mayoría social” para imponer sus postulados, regresa a los orígenes para ponerse el traje de víctima.

La escuela sería así un espacio en el que la minoricracia (el poder de las minorías) reinaría por doquier y donde los maestros tendrían como misión compensar las desigualdades sociales y reparar los sufrimientos de las minorías. Los profesores serían poco me nos que misioneros que, ataviados con el ropaje de la sociolingüística catalanófona, tendrían como misión prioritaria desviar la trayectoria natural de un idioma que caminaría hacia la extinción. Este tipo de planteamientos no hace más que poner de manifiesto el abismo en el que ha caído la educación española, convertida en un campo de pruebas donde todas las minorías reconocidas por la corrección política al uso -desde el catalanismo hasta el ecologismo, pasando por el feminismo radical- se creen en su derecho de imponer sus discutibles dogmas. Una educación que ha dejado de enfocar lo importante -la transmisión de unos conocimientos que, fuera de las aulas, la inmensa mayoría no aprenderán en ningún otro lugar- para centrarse en lo accesorio. El pobre nivel académico en España sería, naturalmente, el cruel corolario de esta invasión ideológica y de esta desafortunada experiencia como campo de pruebas.

Cuando algunos defendemos abiertamente la importancia de la lengua materna como el principal instrumento para aprender biología, informática, química, física, filosofía o historia, no estamos tomando partido por ningún idioma. Sencillamente constatamos lo que cualquier pedagogo sin anteojeras sociolingüísticas sabe: la lengua materna es el mejor vehículo (de ahí lo de la “lengua vehicular”) para aprender contenidos no lingüísticos. Algunos, por lo visto pocos a la vista del silencio ovejuno de la mayor parte de los maestros, creemos que la escuela tiene por objeto enseñar unos contenidos curriculares que, con más o menos fortuna, conforman el cañamazo de nuestra civilización, no enseñar idiomas.

La escuela, al menos en España, se ha desvelado además como una pésima academia de idiomas, como puede constatarse en el pésimo nivel de inglés con el que terminan los alumnos la educación obligatoria. O, por qué ocultarlo, en el pobre nivel de catalán con el que salen al término de la educación secundaria, si antes no se han descabalgado por el camino engrosando los índices de fracaso o abandono escolar, los castellanohablantes o los hablantes naturales de otras lenguas cuando en su círculo familiar y social apenas se oye una palabra en catalán. 

La segunda falacia a la que se aferran nuestros doctrinarios catalanistas es la llamada “cohesión social”. ¿Cohesión social? Ni siquiera en los pueblos del interior de Mallorca o Menorca, ni siquiera en el propio Govern del tripartito balear, se puede atribuir una mayor cohesión social al uso del catalán. Al contrario, si ésta se consigue se debe gracias al castellano, el idioma que todos entendemos perfectamente y todos hablamos mejor o peor. Si exceptuamos la caverna en la que mora el catalanismo más berroqueño que aspira “a vivir en catalán”, apenas ningún catalanohablante le hace ascos a cambiar de lengua y pasarse al castellano, una situación que le resulta de lo más natural por mucho que esta “deslealtad lingüística” moleste a los fancatalanistas. No hablar catalán podrá tener sus desventajas, desde luego, pero entre ellas no está la de amenazar la “cohesión social”, otro de los mitos que el catalanismo repite a modo de consigna, trasluciendo una vez más su habitual pereza de pensar.

En suma, imponer una inmersión obligatoria a quienes tienen otra lengua materna que, además, es la oficial del Estado, la más común, la más extendida y una de las más habladas del mundo, no tiene ninguna justificación pedagógica ya que supone renunciar al mejor instrumento que tiene cualquier persona para aprender: su lengua materna. Además de suponer un colosal despilfarro de recursos públicos -cada plaza pública costó a la administración balear 6.767 euros anuales y cada concertada 3.426 euros en 2019, multipliquen por 15 años desde infantil hasta bachillerato- para unos resultados tan modestos, tanto académicos con todo lo que supone a nivel de retraso cognitivo -y, en última instancia, de fracaso escolar- como… lingüísticos.

El aprendizaje de un idioma puede lograrse de otros modos, con otros humores y con otras estrategias que no pasen por la imposición y la conversión de la escuela en una academia de idiomas, digámoslo claro, una mala escuela de idiomas.