Donde hay libertad no hay segregación
Decía Cristina Losada recientemente que el único negacionismo que no subleva a la izquierda española es el único verdadero y genuino: el negacionismo del Holocausto. Algo similar está ocurriendo con el término segregación, convertido en el último crimen atribuido a los partidarios de la libertad de elegir, es decir, a quienes desean recuperar pedazos de libertad que previamente les habían robado los políticos.
En los debates políticos de las dos últimas semanas sobre el distrito único que permitirá a las familias elegir un centro educativo fuera de su barrio, la libre elección de lengua y el derecho de las familias a decidir mediante el pin parental aquellas actividades extraescolares de signo ideológico, ha emergido un término que se ha repetido hasta la saciedad: segregación.
Elegir colegio fuera del barrio donde vives es, para la izquierda balear, un signo infame de «segregación social» o «segregación clasista». Elegir lengua vehicular supone caer en el horrendo pecado de la «segregación lingüística». Separar a niños y niños en las aulas significa «segregar» por género. Como vemos, la izquierda balear identifica elegir libremente con segregar. No puede estar más equivocada.
Elegir libremente significa tomar decisiones en la vida sobre lo que realmente queremos o no queremos, aunque nos equivoquemos, asumiendo las consecuencias de estas decisiones, lo que se llama responsabilidad. Elegir es escoger o preferir algo para un fin, en el caso educativo, preferir la mejor opción (de centro, de lengua, de educación moral, de capacidades, educación diferenciada/coeducación, de especialidad) para mejorar el proceso de aprendizaje de tus hijos.
Segregar, en cambio, es separar y marginar por motivos sociales, políticos o culturales. Marginar, a su vez, es aislar a alguien del grupo al que pertenece, con el fin de perjudicarle en algún sentido o de evitar que cause algún perjuicio a la colectividad.
Ninguna familia, cuando escoge libremente un determinado tipo de educación, pretende aislar a sus vástagos para perjudicarles ni tampoco para dañar a la comunidad. Al menos a conciencia, otra cosa serán los efectos indeseados de su libre decisión con los que tendrá que apechugar por responsabilidad. Pero equivocarnos en libertad es lo que hacemos todos cuando tomamos nuestras propias decisiones. Nadie nos dice que «segregamos» por preferir una cosa y descartar el resto de opciones.
Preferimos equivocarnos y poder elegir a no hacerlo y que elijan por nosotros. Las familias quieren lo mejor para sus hijos, de ahí que algunas prefieran opciones encaminadas a que sus hijos aprendan en grupos lo más homogéneos y compactos posibles para facilitar así su proceso de aprendizaje. Otras prefieren opciones como el aprendizaje en su lengua materna, el mejor vehículo para aprender según toda la pedagogía seria.
Nada tiene que ver la elección meditada, responsable y voluntaria con lo que la izquierda llama segregación, un término odioso que nos remite a la segregación racial, igual que el negacionismo nos remite al Holocausto. De ahí el uso profuso de este término por parte de la izquierda en su afán por culpabilizar a las familias que quieren elegir, cargándoles sobre sus espaldas el crimen de segregación que perpetrarían contra sus propios hijos, un despropósito pero que es efectivo por cuanto trata de tutelarlas como si fueran menores de edad que no saben lo que de verdad quieren para sus vástagos.
Lo que subyace en el fondo cuando se difama a unos y a otros con el sambenito de la segregación es la mentalidad profundamente colectivista, comunitaria y holística de la izquierda y, consiguientemente, antiliberal. Una mentalidad que se ha visto reforzada con el sacrosanto dogma educativo de la inclusividad, que nos lleva al hormiguero indistinguible, donde los alumnos, al margen de su nivel académico, sus capacidades, sus necesidades, su lengua materna, su sexo o sus intereses, se mezclan entre ellos para hacer lo mismo, dificultando así el proceso de aprendizaje.
El dogma de la inclusividad es más ideal que práctico ya que en realidad no son pocos los centros estatales que ultrajan el dogma inclusivo desdoblando a sus alumnos por nivel académico u otros motivos, demasiado conscientes de que sólo es posible enseñar de forma eficaz y eficiente a grupos homogéneos y compactos.
Sólo desde este fanatismo inclusivista se comprende que la separación de un alumno de esa originaria comunidad inclusiva («todos juntos haciendo lo mismo») de la que formaba parte sea estigmatizada como una segregación que perjudica a toda la comunidad y, en su peculiar concepción holística donde la comunidad prima sobre el individuo, también al propio estudiante, percibido como una oveja egoísta, insolidaria y descarriada.
Como decía Confucio, «cuando las palabras pierden su significado, el pueblo pierde su libertad».
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