Opinión

La cultura del pacto

En política la palabra «enemigo» no existe. Los que tienen diferencias ideológicas legítimas son adversarios. Esta obviedad se olvida con demasiada frecuencia. La tarea común a todos los partidos es alcanzar la estabilidad del sistema mediante acuerdos en los asuntos fundamentales de los que dependen el progreso de nuestro país y el bienestar de sus habitantes. Esta es la base de la democracia constitucional, y es lo que está intentando el presidente del Partido Popular, tras el beneplácito del Rey.

Las recientes declaraciones burlescas de la portavoz del PSOE -«Feijóo ha pasado de querer derogar el sanchismo a rogarle gobernar»- constatan que esta marioneta de Sánchez no entiende nada, no sabe nada y ejerce sus competencias con la jovial alegría de una necia y pobre articulación mecánica engarzada en ese terror instintivo indefinible que se desprende de todo lo que rodea al fatuo narciso. «Rogarle gobernar» es procurar esa conveniencia de que existan pactos parlamentarios amplios y duraderos que permitan al Gobierno realizar su tarea, al menos respecto a los asuntos de mayor trascendencia. La amarga tristeza que emana el rostro de Pilar Alegría es la del camellero en el desierto. La calificación de investidura «fake» de Sánchez corrobora la incapacidad de este hombre para mirar más allá de su espejo desvirtuado.

La representación política no está a su servicio, sino al servicio del sistema. De esta manera, el pacto es la regla general para los grandes asuntos de Estado, sin perjuicio de la legítima oposición. Un Gobierno minoritario no tiene que ser inestable e ineficaz, simplemente tiene que pactar en las Cámaras. Una oposición mayoritaria tampoco debe significar una constante obstrucción de las funciones del Gobierno. Todos tienen que priorizar la firme consciencia de la lealtad constitucional, que les obliga a comportarse de acuerdo a esa finalidad de facilitar -y no debilitar, ni obstruir- el funcionamiento del Estado.

La situación actual es la de evitar el fracaso de la investidura del candidato propuesto por el Rey, evitar el absurdo de haber propuesto un candidato abocado al fracaso. Si la constatación de la imposibilidad de una investidura tuviera como causa determinante la convocatoria de nuevas elecciones, no sería del todo tan dramático; pero ya saben cuál sería la otra alternativa. Falta en los dirigentes políticos en general la esencia de la cultura de régimen parlamentario, el cumplimiento de las reglas no escritas que suponen en sustento de la monarquía parlamentaria. Ni siquiera la reforma del art. 99 de la Constitución Española supondría una solución a este problema. Quizás deberíamos añadir el sometimiento a una segunda votación entre los dos líderes con mayores apoyos parlamentarios, que es lo que la lógica más esencial dicta.

Junts sigue las directrices independentistas del prófugo Puigdemont. Yolanda Díaz se niega a sentarse con el candidato más votado, mientras viaja a Bruselas para negociar secretamente con este fugitivo. El PNV exige reconocer la nación vasca si quieren su apoyo. La naturaleza de estas actitudes está claramente enfrentada a todo lo expuesto. La cultura del pacto es la regla política inseparable del régimen parlamentario. Este olvido ya nos ha ocasionado daños difíciles de reparar en estos últimos tiempos. La inmadurez política es una epidemia que estamos pagando muy caro, se están mermando nuestros valores, nuestro patrimonio inmaterial y, más importante para muchos, nuestra economía.

Feijóo está obligado a intentar esos pactos, según la oportunidad que le ha otorgado el derecho regio. La interpretación tan infantil como antidemocrática de los adversarios, que no enemigos, los define. ¿Conformamos un régimen parlamentario sano y eficaz? La única realidad palpable es que la infinita verborrea y la generalizada crispación política azuzan una amarga discordia y una cruda, lamentable e infructuosa lucha agonizante y desesperada por el poder.