Opinión

Contra la derrota de una generación

  • Pedro Corral
  • Escritor, historiador y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Es difícil definir un estado de ánimo personal cuando se presenta entreverado por circunstancias externas, y más aún si estas son tan viscosas como las que resultan de la consumación de una traición política que persigue la derrota de la España constitucional. Pero diré claramente que me resisto a ser derrotado y, más allá de uno mismo, me resisto a la derrota de toda mi generación, los que nacimos pasada la mitad del siglo XX.

Adquirí sentido de la política a finales de los años setenta de una manera singular, marcado por la poesía y la idealización en torno a otra derrota que sentíamos también nuestra: la de los poetas que admirábamos, muertos, vencidos o exiliados a consecuencia de la hecatombe fratricida de 1936-1939.

Me refiero, por ejemplo, a Antonio Machado, cuya tumba en Collioure visité años después, evocando su último verso, «estos días azules, este sol de la infancia», que llevamos desde entonces escrito en el bolsillo interior del alma. O León Felipe, el cantor místico de la «piedra pequeña, guijarro humilde», que nos aprieta en el zapato en los momentos de soberbia. O Miguel Hernández, el verbo hecho barro y compromiso, con la noble calavera de todos nuestros afectos perdidos sin posibilidad ya de desamordazarlos y regresarlos.

O Luis Cernuda, cuya denuncia de los «caínes sempiternos» en su canto amargo de exiliado jamás imaginaríamos que retrataría finalmente a los que han desenterrado la contienda como garrote a blandir en la lucha política más cenagosa: aquella que revive los odios pasados para saciar hoy su ansia de poder.

Sin olvidar a Federico García Lorca, la crueldad de cuya fosa abierta en Viznar por los «hunos» descubrí en toda su abisal hondura en aquellas notas manuscritas de antes del golpe militar, donde relacionaba esperanzado una decena de proyectos teatrales pendientes.

O también al Manuel Altolaguirre de versos armoniosamente vitales, «¡Qué música del tacto las caricias contigo!», cuyo padre y hermano fueron fusilados en Málaga con otro poeta del 27, amigo de Federico, José María Hinojosa, víctimas de los «hotros».

Aquellas nostalgias poéticas encendieron en nosotros la primera llama de una voluntad de vivir una España sin derrotas, sin exilios, sin vencedores ni vencidos, sin trincheras ni muros acribillados de sinrazones. Aquella España era en realidad la que trabajosamente se estaba levantando ante nosotros con el acuerdo y el concurso de actores del régimen franquista y sus oponentes a izquierda y derecha, mientras se asomaban nuestras vidas al final de los años de colegio.

Zarandeada en aquellos tiempos por criminales huidas hacia el abismo rupturista o por la nostalgia de retornos imposibles, España se fue zurciendo a sí misma sus descosidos históricos con la primera Constitución de todos y para todos, la de 1978, con razón llamada la de la concordia.

El nacimiento de la España de la amnistía y la reconciliación, la libertad y el pluralismo, la separación de poderes y las autonomías, nos cogió con «la chica de ayer», el «que no esté colocado, que se coloque» de Tierno Galván y la imagen de una Susana Estrada aupándose con un pecho al aire sobre los escombros de nuestra infancia como la abanderada del romántico Delacroix sobre las barricadas parisinas.

A esta «España en marcha» ligamos nuestras vidas, con la de nuestras parejas y después con las de nuestros hijos. Hemos crecido en esta nación de paradojas y contradicciones, de héroes y canallas, de santos y demonios, probando también de los cálices amargos que una y otra vez vertían dolor y destrucción en nuestras entrañas.

Pero, a pesar de ello, conseguimos finalmente lanzar hacia el futuro los «factores de un comienzo» que cantaba Gabriel Celaya: los de una España civilizada, de acuerdo consigo misma, abierta y dinámica, solidaria, como nunca había antes se había soñado. Una casa para convivir todos, aunque con la inquina, a veces letal, de unos pocos, los de siempre.

El sueño ha terminado, nos dicen. Quienes llegaron a las instituciones como paladines de la honestidad y la transparencia, han decidido que las instituciones sean una mera fachada que sólo les sirva para ocultar sus corruptas ambiciones compartidas con sus socios.

Alguien ha decidido vaciar el edificio en que éramos comunidad de libres e iguales y comenzar los trámites de su demolición. El plan es levantar en su solar un tinglado sin cimientos ni techumbres legales. En vez de un refugio para todos, la guarida de una banda que transacciona al modo mafioso: tú garantizas mi negocio, yo protejo el tuyo. Nos dejan a los españoles a la intemperie, en un descampado de arbitrariedad y abuso, de desigualdad y privilegio.

El poderoso decidirá ahora la suerte penal de terceros con una nueva versión del medieval «juicio de Dios», que determinaba la condena o la absolución del reo según su mano se quemase o no al meterla en un caldero de agua hirviendo. Ahora bastará con que esa misma mano apriete el botón del voto que permita gobernar al caudillo para que este sepa quiénes son los elegidos para su medida de gracia. «Amnistiarlos a todos. Pedro reconocerá a los suyos», dictará el Bolaños de turno al modo de aquella conocida sentencia de la cruzada albigense.

Tratan de esquilmar la fuerza que nos ha mantenido siempre firmes ante quienes quisieron derrotarnos. Nuestra épica nunca supo de clarines ni estandartes: fue sencilla, conmovedora, pero poderosa. Se cifraba en aquellas mudas sábanas ensangrentadas que cubrían los cuerpos abatidos o despedazados de nuestros compatriotas elegidos al azar por el terror.

Nunca nos sentimos victoriosos, pero sabíamos que cada día salíamos a ganar la España de la libertad, la convivencia y la paz. Ese es el orgullo sereno de mi generación. El de trabajar por la España que siempre creímos merecer, continuadora de la de nuestros abuelos y padres, con el compromiso de mejorarla para nuestros hijos y nietos. Nos inspiraron todos aquellos que anhelaron que un día España se viera libre de la mentira de todos los que la empujan al destierro de sí misma.

No nos resignamos a que envenenen nuestros sueños para imponernos la pesadilla de ser partícipes de un Estado fallido, cómplices del colapso de la mejor España de los últimos dos siglos, mientras tratan de estremecernos con el eco antiguo del chirrido herrumbroso de las puertas del infierno si no entregamos la plaza a los bárbaros de Urquinaona.

Porque ese chirrido pretende ser el heraldo de nuestra derrota, de todas las derrotas, y del nuevo triunfo de los caínes sempiternos presentado, como buena mentira Orwelliana, con el envoltorio de la concordia: la concordia, sí, pero la de las almas corruptas con todas sus gemelas.

Nos resistimos a protagonizar el epílogo de nuestra nación. Porque aún quedan en España cinceles y mazas machadianas para derribar muros; aún quedan incontables versos cargados de futuro que recitar cada mañana. Le pese a quien le pese. Vamos a ello.