Administraciones bloqueadas
Una de las principales razones por la que algunos minarquistas abogamos por una Administración pequeña, que se ciña a unos pocos servicios y competencias, los estrictamente necesarios, es la ineficacia de la propia Administración para llevar a cabo un sinnúmero de ellos sin poner en riesgo su propia viabilidad. En 2023, la comunidad autónoma balear gastó el 20% del PIB balear, unos 7,3 mil millones de euros. Todo este enorme gasto tuvo que someterse a los consabidos principios de igualdad, mérito, capacidad y transparencia (principios que ya de por sí ofrecen múltiples interpretaciones cuando los aplicas a casos reales, dando lugar a no poco margen de discrecionalidad) en la contratación de su nueva fuerza laboral y a principios similares de la Ley de Contratos del Sector Público para la contratación de bienes y servicios.
Esta soga ética que se impone a sí mismo el Estado a la hora de contratar implica la existencia de auténticas brigadas de funcionarios cuya única función es la de vigilar, controlar y fiscalizar que este incesante trasiego de trámites administrativos fluya conforme a una jungla de leyes y reglamentos, un proceso que aporta una cierta seguridad jurídica en términos de consecución de los principios de igualdad, mérito… pero que por fuerza es lento, costoso, farragoso y origen de múltiples conflictos.
El inmenso peso de la Administración no sólo detrae recursos fiscales de los sectores más emprendedores, más activos y más dinámicos de la sociedad. También lastra los servicios públicos que ofrece por mor de la rigidez, la lentitud, la complejidad y la conflictividad de una burocracia por hacer simplemente su trabajo conforme a derecho. Lo de menos es que pueda extenderse la sombra de la sospecha sobre funcionarios y políticos en los tratos a favor (escasísimos, realmente) a afines que se producen inevitablemente entre millares de expedientes, aunque a nadie tampoco se le escapa que cuanto mayor sea el presupuesto gestionado mayores serán las oportunidades para la corrupción y la arbitrariedad.
Incluso una Administración inmaculada con la mejor capacitación y la mayor de las honestidades por parte de sus funcionarios será obligatoriamente lenta, costosa, farragosa y conflictiva cuando se enfrenta a una carga tan descomunal como la toma de decisiones en la contratación del 20% de la riqueza de una comunidad política, donde hasta el gasto más pequeño de varias decenas de euros tiene que estar debidamente justificado.
De ahí mi estupor cuando veo a algunos políticos, en su afán por pasar a la posteridad, anunciar a bombo y platillo un nuevo servicio público sin preocuparse de las consecuencias que a todos los efectos acarreará sobrecargar todavía más el sistema administrativo. Al final están contribuyendo al bloqueo de una Administración que no da más de sí y que continuamente precisa de más contingentes para dar respuesta a los millares de expedientes que se acumulan. Esta realidad va mucho más allá de las simples obsesiones de libertarios intransigentes con el Estado.
También los socialistas de todos los partidos tendrían que darse cuenta de los efectos indeseados de engordar sin límite la cartera de servicios públicos ya que, incluso con la mejor de las intenciones, están amenazando la misma viabilidad del propio Estado del Bienestar del que se sienten tan orgullosos. Hemos llegado a tal punto que no se trata de ser liberal por convicción, se trata de serlo por necesidad para que la formidable maquinaria estatal por lo menos funcione medianamente bien.
La situación de colapso de las administraciones públicas ha alcanzado tal situación que incluso los propios funcionarios tratan de escabullirse de los farragosos, costosos e interminables trámites burocráticos. Según una noticia aparecida en el digital The Objective, la Administración Central del Estado estaría troceando uno de cada cuatro contratos de obras para poderlos dar a dedo. El fraccionamiento de contratos, prohibido por el artículo 86 de la ley de contratos actual, se ha convertido en un mecanismo habitual para evitar la burocracia administrativa, ya que adjudicar un contrato menor de 40.000 euros (o de 20.000 euros según el tipo de contrato) es más fácil, más cómodo y más rápido que hacerlo como manda la ley, si bien la falta de transparencia y la menor fiscalización de estos contratos menores abren la puerta a la arbitrariedad y a las adjudicaciones a afines, no tanto para favorecerles como porque, ante la falta de publicidad, el funcionario o político de turno no conoce a nadie más que sus conocidos a quien adjudicárselos. En realidad, no son pocos los contratistas que no quieren trabajar para la Administración por los requisitos que ésta exige, entre ellos las innumerables cláusulas ideológicas (planes de igualdad, medidas medioambientales …) a los que se ven sometidos.
A un nivel más cercano, una prueba concluyente de la parálisis de la administración autonómica balear y de su ineficacia la encontramos en una noticia que aparecía hace dos semanas en el diario Ultima Hora. Rezaba el titular: Obras públicas en dique seco por la quiebra de las constructoras. Las obras de la residencia de Son Dureta, inaugurada por Francina Armengol más de media docena de veces, llevan año y medio paralizadas. La Caja de Música, la reforma del Baluard des Príncep, el centro de salud de Artà, las viviendas públicas del Molinar o el refugio de la Victoria también estarían paralizadas por incumplimiento de contrato de unas constructoras que han desistido porque los precios de adjudicación eran demasiado bajos y ahora no les salen las cuentas. Después de años de indolencia en que nuestras administraciones apenas han abordado ninguna obra pública, parece como si hubiéramos perdido la costumbre de licitarlas y estamos totalmente desactualizados, ni sabemos a quién contratamos ni a qué precios ni en qué condiciones.
No necesitamos a más socialdemócratas y centro-reformistas que incrementen todavía más la ya rebosante cartera de servicios públicos con nuestros impuestos y, consiguientemente, contribuyan con más burocracia improductiva a unos servicios públicos no ya ineficientes (esto ya se da por descontando viniendo del Estado), sino ineficaces, de bajísima calidad y a largo plazo inviables. Aún no han entendido que el orden espontáneo del mercado es el mejor coordinador de los factores de producción descubierto a estas alturas de la historia. No sólo se ajusta mejor al gusto de los consumidores y con mayor facilidad, diligencia y rapidez a sus verdaderas demandas, sino que gracias a la cooperación libre y voluntaria del mercado nos ahorramos tiempo, dinero, conflictos de todo tipo, quebraderos de cabeza y el consumo obligatorio de servicios públicos que no nos gustan. La solución es más libertad y menos coacción, más mercado y menos Estado. Aunque sólo sea para que este mismo Estado funcione por lo menos medianamente bien.
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