Coldplay, entre el amor y el odio
Coldplay vuelve a hacernos soñar con ‘A Head Full of Dreams’
Coldplay colorea el descanso de la Super Bowl 50
La mediocridad encerrada en un estudio para unos; la genialidad de 4 tipos sencillos, de sonrisa inefable, para otros. La educación británica es plasma sanguíneo en sus venas que, como el combustible de un fórmula 1, se entremezcla con instrumentos musicales. Coldplay sólo piensa en dos cosas: música y felicidad. Un oxímoron del mito rock que con los años va muriendo en brazos de una brújula musical que, por momentos, pierde el norte.
No lo pierde Coldplay, una banda más fácil de escuchar en la radio a cada disco que sacan. Su metamorfosis de indie en sus inicios, a una confusa mezcla de EDM con Pop/Rock les coloca en un rollo cada vez más comercial que provoca desilusión en los fans más tempraneros, a la par que ganan fans de flequillo y acné. Pero, ¿quién gana en este amor-odio?
Más de 70 millones de discos vendidos en todo el mundo después, y 7 Grammys de 18 nominaciones, la vida ha sufrido una oscilación constante entre sus fans que ya no saben realmente que Coldplay se pueden encontrar al colocar un nuevo disco en el reproductor. Con A Head Full of Dreams, su séptima obra de arte, las opiniones han sido tan dispares como una discusión entre madridistas y culés. Los números no engañan para hablar de su retorno al color: top 3 en la lista de USA, nº1 en iTunes en más de 90 países y más vendido en el Reino Unido donde le quitan las pegatinas al 25 de Adele.
Por si los argumentos fueran pocos, han dinamitado su longeva carrera tocando en el descanso de la Super Bowl 50, un summa cum laude para cualquier artista de renombre. Escenario en el que nadie entendió los ‘problemas’ en la espalda de Chris Martin al cantar, siempre agachado, eclipsadas por las bellas piernas de Beyoncé y el ritmo bailongo del Uptown Funk de Bruno Mars. Todo culminado con el numerito de felicidad elevado al cubo representado en el tifo Believe in Love coloreado con fuegos artificiales que cerraron los 12 minutos de un show histórico para unos; lánguido e inapetente para otros.
Para redondear el éxtasis del coldplayer medio, el prestigioso Festival de Glastonbury les nombró como cabezas de cartel por cuarta vez en su historia. Siendo así el grupo que más veces ha encabezado la juerga musical de Pilton. En los BRITs han sido galardonados por 4ª vez con el premio de mejor banda británica, siendo el grupo con más estatuillas (9) en la historia de la fiesta de la industria fonográfica británica . Tras esconderse en la oscuridad con el introspectivo Ghost Stories, han vuelto a sonreír, ser felices y a ser los chicos buenos de Londres que nunca han roto un plato. Y es quizá ese mito rockero de sexo, drogas y alcohol; de maldad y descaro ante el mundo el que se les escapa convirtiéndoles en objeto de odio ante su exceso de luz.
Coldplay se ha movido en el alambre del amor-odio durante toda su carrera. Los fans tempraneros de la banda echan de menos los Parachutes, A Rush of Blood of Head o X&Y. Ese sonido con el que Radiohead resucitaba en el falsete de Martin y las melodías íntimas de los jóvenes residentes en Londres. En Viva la Vida encontraron el equilibrio perfecto entre rock, pop e indie, un batido de Brian Eno a priori, difícil de digerir, pero que resultó tener el sabor de la straciatella italiana. Los prejuicios aterrizaron con Mylo Xyloto y su aspecto de grafiteros trasnochados, la pesadilla de Ghost Stories y ahora, el colorido A Head Full of Dreams. Y con todo esto, ¿por qué nos gusta Coldplay?
¿Por qué nos gusta Coldplay?
Un eslalon de Messi, una espaldinha de Ronaldinho o una ruleta de Zidane. Richard Gere trepando hacia Julia Roberts, cualquier herido en Los Juegos del Hambre o Rachel McAdams abrazándose en la tormenta a Ryan Gosling en el Diario de Noah. Coldplay puede ser lo que uno quiere que sea, y no por ello ha de significar tardes de miradas perdidas en la ventana, noches sin hora de llegada a casa, letras de metáforas imposibles o sonidos indescifrables que suenan a gato atropellado. La voz no prodigiosa de Martin que a base de falsete ha construido una carrera musical sólo puede tener una excusa: compone. Se adhiere al piano y hasta que su mente no construye una pieza decente a la luz de la luna no se levanta ni a por café.
Y no, Chris Martin no tienen ningún problema de espalda. Al igual que Joe Cocker y su desquiciado gesto con los dedos no hacía razón a nada más que su genialidad. La coordinación bailarina de Martin es la misma que la de Coentrao un sábado a las 3 de la mañana. Aún con todo un elenco de profesores tratando de esgrimir una coreografía, el nivel del británico en la Super Bowl se hubiera quedado los movimientos de Bradley Cooper con Jennifer Lawrence en Silver Lining Playbook. Así que, ¿qué mejor que saltar, brincar y hacerse uno con el escenario al más puro estilo Bruce Springsteen?
Porque como banda indie quizá hagan todo francamente mal, como banda pop se queden en el limbo, y como banda de rock provoquen carcajadas. Y eso es Coldplay. Una mezcla de todo y nada que, maldita sea, funciona. Una reinvención de sonidos, disco tras disco, para hacer, como diría Martin, “lo que realmente nos gusta y hace felices». Han pasado de la oscuridad al siempre peligroso y criticado color. Porque ser felices en este mundo está muy caro. Y llevar gabardina, gafas de pasta y pitillos no está ligado con ellos.
Que a Jon Pareles (New York Times) le parezcan “la banda más insufrible de la historia” o al mediático Chuck Klosterman “la banda más lamentable que he escuchado en toda mi jodida vida”, a Coldplay le importa lo mismo que un campeonato de ping-pong en Pozoblanco. Ya no necesitan a la fantochada de plumillas alabando su obra, porque eso significaría que su venta de discos al mes sería irrisoria. Coldplay ha dejado atrás la comparación odiosa con Radiohead para tornarse a una mezcla entre Madonna y U2 que, sorprendentemente, es como encontrar asiento en el metro a las 8 de la mañana: felicidad. Porque Jon Pareles, insufribles son Pitbull, Romeo Santos o Daddy Yankee calentando los motores.
Un aventura de la vida, un himno para el fin de semana, relojes girando a la velocidad del sonido, lágrimas que son cascadas, un cielo lleno de estrellas (amarillas, claro), un paraíso sólo entendible para unos pocos que han desechado los complejos que requiere ser fan de Coldplay. No tenemos 16 años, Chris, quizá no seáis ni la séptima, ni la décima mejor banda del mundo, pero no tenemos miedo de decir en alto, para que lo oigan Pareles y Klosterman, que en pleno apogeo de música electrónica y reggeaton, con los números en la manos, Coldplay es lo más ‘cool’ del momento.
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