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Crítica musical

Visitando un escenario de imprevistos en la clausura del Festival de Pollença

La 63 edición del certamen la cerró la orquesta titular del Palau de les Arts Reina Sofía, convertida en la Orquesta de la Comunidad Valenciana

El romanticismo musical nació para servir de lecho a un cauce citándose en él la emoción, el sentimiento y la intuición. Todos ellos son ingredientes de explosiva combinación que pueden fluir con naturalidad pero también crear situaciones extremas, que tanto pueden afectar al intérprete solista como al mismo compositor.

El programa de la noche del 30 de agosto, en Pollença, algo tiene de todo ello, correspondiendo a Brahms la solidez de la partitura, al tiempo que Sibelius y Beethoven quedaban atrapados por la necesidad de revisar sus anotaciones. Ambos situados en los extremos del período en que se irá dibujando la personalidad del siglo XIX.   

La clausura del 63 Festival Internacional de Música de Pollença nos dejaba la visita a un escenario de imprevistos llevados de la mano de una orquesta como la titular del Palau de les Arts Reina Sofía, que en sí mismo ya es un bienaventurado hallazgo, al haber alcanzado la excelencia 18 años después de su fundación.

Claro que los precedentes vinculan los primeros pasos de esta orquesta con figuras principales de la dirección como Lorin Maazel y Zubin Metha, con la mirada puesta en dotar al Palau de les Arts de orquesta titular y de paso convertida en Orquesta de la Comunidad Valenciana. En la tierra donde ha prosperado tanto el formato de banda de música sólo era cuestión de tiempo cerrar el círculo con una formación lírico-sinfónica. La Ciudad de las Artes y las Ciencias alcanzaba así su velocidad de crucero.

Me parece interesante comenzar con la tarjeta de visita de esta orquesta, que acudía por primera vez al claustro de Sant Domingo y protagonista además de la siempre protocolaria velada de clausura. No es que el programa fuese cuestión secundaria, ni mucho menos después de asistir a dos veladas en las que el barroco y primeros pasos del clasicismo eran los protagonistas. Esta vez, la ocasión se reservaba a los 100 años del romanticismo y la elección de las obras era la que nos invitaba a visitar un escenario de imprevistos.

El primero de ellos era la distribución de las obras, que sorprendió a parte del público –tal vez a la mayoría-, tan acostumbrado a escuchar oberturas y la presencia del instrumento solista en la primera parte, dejando la segunda para que el conjunto orquestal muestre su nervio sin intermediarios. Aquí sucedió al revés: primero el protagonismo absoluto del conjunto y después  tiempo para el instrumento solista y todo lo demás.

También es cierto que tratándose de tan singular monográfico, tenía sentido comenzar con Brahms, cuya Sinfonía número 3 (1883) es emblema del período de madurez del romanticismo. No en vano, Dvorak se refirió a ella afirmando que «esta obra supera sus dos primeras sinfonías, si no en grandeza, ciertamente sí en belleza». Escucharla, además, interpretada por la Orquesta Titular del Palau de les Arts era un gran valor añadido, guiada por su titular James Gaffigan.

Brahms atravesaba en aquellos años un período de extraordinaria creación, en el que surgieron con fluidez algunas de sus obras maestras y solamente empañado por coincidir con la disputa entre los partidarios de la música  programática o incidental y quienes seguían fieles a la música absoluta. El estreno de la Sinfonía número 3 fue el escenario para dar buena cuenta de ello. Pero en el claustro de Sant Domingo lo que verdaderamente importaba era el óptimo engranaje de las secciones de la orquesta y el pulso firme de Gaffigan, quien desde 2021 lleva las riendas aportando al conjunto claridad y seguridad en sus evoluciones, contando además con una cuerda exquisita, en ningún momento asfixiada por la estridencia de metales y percusión. Un sonido poderoso, bien armado, rico en matices y decididamente singular.

Estoy seguro de que no era precisamente el objetivo del programador hacer  un guiño a la intrahistoria del Festival, pero Sibelius, y su único concierto para violín (1904), nos iba a aportar un homenaje indirecto al fundador del Festival, el violinista Philip Newman. De hecho, el violín es una aportación clave en la historia del Festival de Pollença y si el 17 de agosto observar al francés Théotime Langlois de Swarte fue muy significativo, lo cierto es que el armenio Sergey Khachatryan sí reunía las condiciones objetivas para un simbólico hermanamiento con Newman. 

El 2005 Khachatryan ganó el primer premio del Concurso Queen Elizabeth, pasando acto seguido a grabar la integral de sonatas de Eugène Ysaÿe. Dos detalles. Newman fue un gran admirador de Eugène Ysaÿe, a quien llegó a conocer en su lecho de muerte. Además, fue el profesor privado de música de la reina Elizabeth y él mismo fue miembro del jurado de este concurso que lleva el nombre de la Reina de Bélgica. Simple coincidencia, claro que sí, aunque emocionalmente adquiere una dimensión especial. 

No era la primera vez que Sergey Khachatryan llegaba a Mallorca. Estuvo el 1 de julio de 2009 en Bellver, donde interpretó el concierto de violín de Johannes Brahms, bajo la dirección de Philippe Bender, aquellos días el director titular de la Orquesta Sinfónica de Baleares. De la promoción de nuestro Francisco Fullana, destaca en Khachatryan su fuerte temperamento y una depurada capacidad técnica para afrontar conciertos complejos como el compuesto por Jean Sibelius el año 1904. Una obra desconcertante y de gran exigencia para el solista por su extraordinario requerimiento técnico.

Khachatryan estuvo grande con un lirismo a veces explosivo y otras de un severo intimismo. Precisamente, por su enorme grado de dificultad y que el solista elegido para el estreno de 1904 no fuese el adecuado, aquello acabó en un completo fracaso, lo que obligó a Sibelius a introducir correcciones y a no permitir que se publicase la versión original. 87 años después, en 1991 los herederos del legado Sibelius consintieron que se interpretase y además grabase el Concierto para violín tal y como fue originalmente concebido, siendo el intérprete seleccionado el violinista griego Leonidas Kavakos, que también estuvo en el claustro de Sant Domingo: el 27 de agosto de 2011.

Una hermosa reunión de casualidades, que bien merece ser apuntada.

Quedaba para el final la Obertura Leonora número 3 (1806) perteneciente a Fidelio, la única ópera compuesta por Beethoven estrenada en 1805. La obertura fue objeto de hasta cuatro revisiones, siendo ésta la habitual en un concierto sinfónico. De nuevo la orquesta recuperaba su protagonismo. Fue una delicia observar la intensidad y solidez del conjunto en este viaje, digo, realizado en un escenario de imprevistos, que se ajustaba bien a ese carácter a veces explosivo que recorre el agitado siglo del romanticismo.