Leticia Moreno, la llama que brilla en el pebetero de la excelencia
El público salió encantado de la velada del Festival Bellver con la talentosa violinista como protagonista
De la presente edición del Festival Bellver, la cita estival de la Orquesta Sinfónica de Baleares en tan emblemático escenario, he destacado fechas concretas, obligadas, como la del 4 de julio con el director Jonathan Cohen y también la del 17 de julio con la soprano Valentina Nafornita. Lo cierto es que debo añadir una tercera fecha: el 25 de julio con la violinista Leticia Moreno, que fue niña prodigio protagonista de conciertos por Europa con tan sólo 12 años. Hoy tiene 38 y su talento se encuentra en plenitud como se pudo comprobar la noche del 25 en el patio de armas circular; ella que por derecho encarna la llama que brilla en el pebetero de la excelencia.
El público salió encantado de la velada por el tono general de la noche, si bien yo me quedo exclusivamente con Leticia Moreno. No diré más salvo apuntar que me parecieron aceleradas en exceso las partes reservadas para la orquesta: la obertura de El Barón gitano de Strauss hijo y la Sinfonía número 4 Italiana de Mendelssohn. En la tarima, el japonés Joji Hattori. De éste solamente cabe apuntar que forma parte voluntaria o involuntariamente del asalto austríaco a la Sinfónica de Baleares y que se remonta al 2014.
El programa para la intervención de la madrileña Leticia Moreno, todo él durante la primera parte, venía centrado en dos obras singulares, una por las circunstancias de su creación y la otra por la personalidad de su autor, también violinista, el pamplonica Pablo de Sarasate (1844-1908).
Tzigane (1924), de Maurice Ravel, fue la pieza elegida para apreciar de buenas a primeras la destreza técnica de la violinista. Una obra definida por el propio Ravel como «pieza virtuosa al estilo Sarasate», porque en efecto le da libertad al intérprete para manipular ritmos, frases y tiempos con la más absoluta libertad. Me parece importante subrayar la tensión aparente del director durante las improvisaciones de Moreno, puesto que es el violín el instrumento en el que se ha especializado Hattori.
El origen de esta suerte de rapsodia se remonta a una reunión privada que tuvo lugar en Londres el 1922, donde la violinista húngara Jelly d’Aranyi se arrancó a improvisar danzas de su tierra, abriendo los ojos de Ravel en su repentina conversión -digo yo- para buscar y capturar el espíritu de la improvisación gitana. Consecuencia de ello fue intuir una obra que al final iba a resultar una inspirada combinación de las danzas húngaras de Liszt, las rapsodias húngaras de Brahms, incluso de los caprichos de Paganini.
Y Leticia Moreno estuvo allí, la noche del 25, inmersa en el gótico que se transforma en singularidad si hablamos de Bellver, para sellar aquel sueño.
Vestida de rojo riguroso, dejó que la pasión fuera un símbolo, mientras iba emergiendo nota a nota su gratificante calidad como intérprete. Después le llegó el turno a la Fantasía sobre Carmen (1881), de Pablo de Sarasate, y de nuevo emergió la excelencia, en el pebetero de su luminosa recreación. En efecto, ella compartía con Sarasate esa facilidad natural para el violín, según nos cuentan las crónicas. Ese grado de dificultad técnica (Sarasate, en efecto, también fue un niño prodigio) lo fue dosificando Moreno en el discurrir de una fantasía que, efectivamente, nos recordaba a Bizet y de la manera más transparente. Por cierto, buena parte de las fantasías de Sarasate venían a centrarse en óperas del XVIII y XIX y siempre su fuerza residía en la sutileza antes que en el fuego temperamental. De nuevo las crónicas.
Hablando exclusivamente de Leticia Moreno es importante subrayar que su compromiso con el violín es rigurosamente personal hasta el punto de estar en su ánimo entender el instrumento como «el registro sensible a lo que uno lleva dentro», de manera que es capaz de «transmitir de manera inmediata la personalidad del artista». Todo ello fue transparentado en esa primera parte y para despedirse, Leticia Moreno optó por la Nana de Manuel de Falla y fue entonces cuando se obró la magia. Un silencio intenso y profundo, una vez acabado el bis, y mantenido, sacramentalmente, hasta que ella bajó el arco definitivamente. Solamente después llegaron los aplausos. Qué noche.
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