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La Fiscalía no merece este bochorno

España ya ha cruzado un límite institucional que nadie debería normalizar: el fiscal general del Estado se ha sentado en el estrado de acusados. Con toga. Con solemnidad. Pero también con una estrategia que escandaliza a cualquier jurista serio: atacar al tribunal, cuestionar su legitimidad y transformar su defensa en una guerrilla política contra el propio sistema que juró proteger.

Hay imágenes que se clavan en la memoria colectiva. La del máximo representante del Ministerio Fiscal, no como garante de la legalidad, sino como procesado, que señala al Supremo como si fuera un enemigo ideológico, es una de ellas. No es un matiz. Es un síntoma de descomposición institucional. Porque una cosa es defender la inocencia y otra, muy distinta, es dinamitar la autoridad del tribunal que te juzga sólo porque no te gusta donde has terminado sentado.

El mensaje que traslada es tóxico: si el fiscal general puede desacreditar al Supremo para defenderse, ¿por qué no cualquier ciudadano? ¿Por qué no cualquier investigado? ¿Por qué no cualquier político que vea que la justicia le aprieta? Si cualquiera copiara su guion, estaríamos llamando a las puertas de la anarquía jurídica.

Mientras tanto, la mayoría silenciosa de fiscales continúa trabajando en juzgados saturados, guardias interminables, violencia de género, delitos económicos y macrocausas. Militantes del derecho, no del discurso. Profesionales que sostienen la justicia sin focos ni ruedas de prensa y que hoy sienten que su institución está siendo arrastrada al barro por quien debería dignificarla.

No se trata ya de la apariencia de politización: es su consagración más triste. Porque no basta con la imputación. Ahora asistimos a algo peor: un fiscal general convirtiendo el juicio en tribuna política y escudo personal. Acusar al tribunal de parcialidad, insinuar persecución, victimizarse. Manual del populismo sanchista disfrazado de toga fina.

Es una defensa que busca sembrar sospecha, no esclarecer verdad. Busca ruido, no justicia. Es la lógica del penalista que pelea por su libertad, pero desde la silla equivocada: la del jefe de los fiscales, no la del ciudadano anónimo.

Y ahí está el verdadero escándalo. El problema no es solo jurídico. Es moral. Es institucional. Es cultural. Un fiscal general debería ser ejemplo, no agitador. Guardián de la ley, no francotirador contra el tribunal que lo juzga. España necesita una Fiscalía fuerte, neutral, respetada. No una cúpula que convierte la legalidad en arma política y, cuando le toca responder, decide atacar la mesa del juez. Ese gesto hiere la confianza pública más que cualquier titular.

Nadie pide rendición. Se pide decoro. Se pide respeto a las reglas que él mismo exigía a otros. Se pide no destruir lo que miles de fiscales honrados construyen cada día con profesionalidad y silencio.

Lo que hoy se juzga no es sólo un posible delito de revelación de secretos. Se juzga un modelo de conducta pública. Se juzga la capacidad de nuestras instituciones para resistir el veneno de la politización y la arrogancia del poder.

Cuando el fiscal general ocupa el banquillo y decide combatir al tribunal desde la toga, la institución no se tambalea: cruje. Y, si no reaccionamos, un día descubriremos que lo que se rompió no fue la imagen de un cargo, sino la confianza en la justicia misma.

En democracia, nadie está por encima del sistema. Ni siquiera quien un día creyó que podía usarlo como herramienta política.