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La estatua está desnuda

Hay cuentos que, por más que pasen los siglos, siguen siendo espejo de nuestras verdades más actuales. Uno de ellos es El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen. En él, un rey es engañado por dos supuestos sastres que le prometen un traje invisible para los necios. Nadie se atreve a admitir que no ve nada, por miedo a parecer estúpido. Hasta que un niño rompe el hechizo colectivo: «¡El rey está desnudo!».

Esta historia revive hoy en Petra, Mallorca, donde más de 100.000 euros de dinero público han sido destinados a la instalación de una escultura que muchos vecinos no comprenden, no sienten como suya y, sobre todo, no pidieron. Se presenta como arte contemporáneo, como una apuesta por la cultura local, pero lo que ha generado es indignación, malestar y una pregunta legítima: ¿quién decide lo que es prioritario para un pueblo?

En este nuevo cuento del rey desnudo, el alcalde de Petra, Salvador Femenías, de El Pi, ha asumido el rol del monarca embelesado. Seducido por el aura de prestigio que ciertos artistas proyectan, se ha entregado a este proyecto sin filtros, sin una consulta ciudadana y con una desconexión alarmante de las verdaderas necesidades del municipio. Como en el cuento, parece que el temor a parecer inculto ha pesado más que el deber de representar con responsabilidad a los vecinos.

El problema no es el arte. La cultura tiene y debe tener un espacio en lo público. Pero cuando ese espacio se construye de espaldas al ciudadano, sin debate, sin transparencia y con un gasto desproporcionado, entonces deja de ser cultura para convertirse en símbolo de vanidad política. Y cuando ese gasto sale de los bolsillos de todos, el agravio se multiplica.

Petra, como tantos pueblos, enfrenta carencias reales: infraestructuras que necesitan mantenimiento, servicios sociales por reforzar, espacios públicos que demandan inversión. Sin embargo, en medio de estas prioridades, se ha levantado una estatua costosa, justificada con grandes palabras pero escasa de sentido común. Lo que para unos es arte, para muchos es un despropósito.

Lo más preocupante es el silencio que rodea este tipo de decisiones. Nadie quiere parecer enemigo de la cultura. Nadie quiere levantar la voz y decir «esto no tiene sentido», por miedo a ser tachado de rancio o ignorante. Y así, como en el cuento, se perpetúa el espejismo. Hasta que alguien, sin intereses ni complejos, se atreve a decirlo: la estatua está desnuda.

Este episodio no debe pasar como una simple anécdota municipal. Es un síntoma de una enfermedad más profunda en la política actual: la tendencia de algunos cargos públicos a confundir gestión con estética, responsabilidad con exhibicionismo. Gobernar no es adornar, es servir. Y servir implica priorizar el bienestar colectivo por encima de los aplausos del círculo cultural o los titulares momentáneos.

No se trata de estar contra el arte, sino a favor del buen juicio. La cultura no necesita ser impuesta, sino compartida. No debe ser instrumento de distinción elitista, sino puente entre realidades. Gobernar con sentido común es también saber decir no a lo innecesario, aunque esté disfrazado de alta sensibilidad.