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2025, el año del sanchismo

El último día del año invita al balance. A mirar atrás con cierta honestidad y preguntarse qué ha dejado el año tras de sí. En el caso de Pedro Sánchez, la respuesta resulta incómoda: 2025 concluye con un Gobierno rodeado de causas judiciales, investigaciones, polémicas institucionales y un clima de desconfianza que ya no puede despacharse como “ruido”. No es ruido cuando es constante. No es casualidad cuando siempre afecta al mismo entorno. Y no es persecución cuando los hechos se acumulan.

El año que termina ha consolidado una imagen inquietante: la de un presidente que ya no gobierna, sino que resiste. Que no explica, sino que acusa. Que no asume responsabilidades, sino que se atrinchera. Todo ello envuelto en un relato victimista cuidadosamente construido, donde cualquier crítica se convierte en ataque y toda investigación en conspiración, porque para Sánchez el estado es él.

Uno de los grandes focos del año ha sido el caso Koldo, una investigación judicial sobre no tan presuntas irregularidades en contratos públicos durante la pandemia. El caso ha terminado salpicando de lleno al núcleo duro del sanchismo: Ábalos, Koldo, Aldama, Cerdán, y un largo suma y sigue. A su alrededor, grabaciones, informes policiales, registros y una trama que ha dejado una pregunta incómoda flotando en el aire: ¿cómo pudo ocurrir todo esto tan cerca del presidente sin que nadie supiera nada?

A ese frente se ha sumado un protagonista, Santos Cerdán, secretario de Organización del PSOE, cuyo nombre ha aparecido reiteradamente en informaciones y conversaciones vinculadas al entramado corrupto. Más allá de responsabilidades penales —que deberán aclararse en sede judicial—, el daño político es evidente: el corazón orgánico del partido aparece una y otra vez asociado a prácticas opacas, corruptelas, manejos internos y relaciones difíciles de explicar.

Tampoco ha pasado desapercibido el creciente foco sobre la Fiscalía General del Estado. Nunca antes había estado tan cuestionada su imagen de neutralidad. Las polémicas en torno a su actuación, sus relaciones institucionales y la percepción de alineamiento con el Gobierno han provocado una erosión profunda de la confianza ciudadana. A ello se han sumado la primera condena de la historia contra un fiscal general en activo, el único que como ya vaticinó el CGPJ no era apto para el cargo. El problema no es solo jurídico: es institucional. Cuando la Fiscalía deja de parecer independiente, la democracia se resiente.

Y, como telón de fondo, la investigación que afecta a la esposa del presidente ha marcado un antes y un después. No tanto por su recorrido judicial —que deberá resolverse con todas las garantías— sino por la reacción política que provocó: una puesta en escena dramática, una carta a la ciudadanía y un intento de convertir una cuestión judicial en un plebiscito emocional. Un movimiento que muchos interpretaron como una forma de blindarse políticamente y de trasladar la presión a jueces y medios.

El patrón se repite una y otra vez. Ante cada caso, la respuesta no es asumir errores ni depurar responsabilidades, sino construir un relato de persecución. Jueces, fiscales, periodistas y oposición pasan a formar parte de una supuesta maquinaria hostil. El presidente, siempre en el centro, siempre víctima, siempre imprescindible. La política se transforma así en psicodrama y como no, Sánchez siempre actor principal.

No se trata de hacer diagnósticos clínicos, pero sí de constatar una forma de ejercer el poder basada en la negación permanente de la realidad, en la contradicción sin coste y en una extraordinaria capacidad para mentir políticamente sin rubor. Lo dicho ayer no vincula hoy. Lo prometido se borra. Lo negado reaparece. Todo vale si el objetivo es seguir.

En este último día del año, quizá la reflexión necesaria sea esta: cuando un dirigente confunde el Estado con su persona, cuando convierte las instituciones en escudos y el relato en arma, deja de gobernar para simplemente aguantar. Y cuando el poder se convierte en identidad, soltarlo resulta imposible.

España termina el año con demasiadas preguntas abiertas y muy pocas explicaciones. Y con la sensación de que el problema ya no es un caso concreto, sino una forma de entender el poder donde la verdad estorba, la ética molesta y la responsabilidad se considera prescindible.