La victoria de Pernambuco
Ahora que el Museo Naval reabre sus puertas con un nuevo recorrido, voy a ofrecer un panorama esquemático de la exposición La victoria de Pernambuco, cuya base se mantiene en esta solemne institución. La muestra, que comisarié allí hace tres años, estuvo llamada a despertar el sentimiento de nacionalidad.
Originalmente, la batalla naval de Pernambuco supuso que el esfuerzo militar estuviera al servicio de una lucha económica. El azúcar fue el motivo real de aquel combate histórico. En agosto de 1492, Cristóbal Colón se detuvo en La Gomera, en las Islas Canarias, para cargar vino y agua, con la intención de permanecer sólo cuatro días. Pero se enamoró de Beatriz de Bobadilla y se quedó un mes. Cuando finalmente iba a partir, ella le dio unas cañas de azúcar, que fueron las primeras en llegar a América. Las plantaciones comenzaron a dar grandes frutos, llegando a oídos de otros países europeos.
En abril de 1631, Brasil, que estaba gobernado entonces por la corona española, pedía socorro. Los holandeses, con numerosa escuadra y barcos transportes con tropas, habían tomado Pernambuco, y el gobernador, don Matías de Alburquerque, estableció por tierra el bloqueo de la capital. No cabe duda de que los holandeses habían dado con el secreto de la prosperidad de su país, que no era otro que dedicar el máximo esfuerzo al engrandecimiento de su Marina: clave mágica que señaló la gran Compañía de Indias y que proporcionaba a Holanda extensos territorios y valiosas presas.
En contraste, la Armada de España se las veía y se las deseaba para atender a la defensa de su vasto imperio. En cualquier caso, había que hacer un esfuerzo marítimo para socorrer a Brasil, de cuyas aguas eran indiscutiblemente dueños los holandeses con el almirante Adrián Hans-Pater al mando. La defensa se le encomendó al almirante guipuzcoano Antonio de Oquendo, quien, una vez al mando, debía organizar la escuadra que habría de llevar los refuerzos y los medios a la costa brasileña. El celo y el ánimo bien templado fueron la respuesta ante la responsabilidad de esta misión para cuyo éxito faltaban los más primordiales elementos. Reunió lo que pudo en los puertos; formó una escuadra que fue una heterogénea muestra de cuantas embarcaciones existían entonces.
En la tarde del 5 de mayo de 1631 salía de Lisboa la armada de Oquendo, ofreciendo al Tajo el interesante espectáculo de los buques dando al viento sus grandes velas y maniobrando a conservar sus puestos en formación. Las blancas banderas, con escudos de armas y efigies de santos, se desplegaban al viento en popa y en los palos; las flámulas ondeaban largas, con aire de fiesta, y a bordo de la real de Oquendo arbolaba el rojo estandarte regio y lucía en la popa, pintada con vivos colores, la imagen ecuestre del apóstol Santiago. Dos meses largos tardó la armada en llegar a Bahía de Todos Los Santos. Y esto, que tan pronto se dice, suponía entonces muchas penalidades. Allí, entre el agua corrompida en los barriles, iba el espíritu español de aventura y resistencia, junto con la voluntad de defender lo suyo, y siempre con la fe puesta en la Divina Providencia.
No encontró Oquendo enemigo al llegar y reorganizó el socorro escoltando a las naves de azúcar. Los holandeses tenían conocimiento bastante exacto de la composición de la armada de Oquendo y consideraron que su victoria estaba asegurada, pues era más del doble su superioridad, siendo además los galeones holandeses mayores y armados con cañones de calibres muy superiores a los nuestros. Pater salió el 18 de agosto de Arrecife y arrumbó al Sur, en busca de Oquendo. Se hallaban a unas 240 millas al este de los Abrojos.
Al poco de avistarse la línea de buques enemigos en el horizonte, vio Oquendo aproximarse al enemigo. Tras observarlos con agudeza, la exclamación del almirante ha pasado a la Historia: “Son poca ropa”. Fuego, humos, maniobras rápidas, al aire sus cabellos, con rabia, corría la sangre entre los surcos de las cubiertas… holandeses a bordo de galeones españoles y españoles combatiendo dentro de navíos holandeses; pero brilló la estrella de Oquendo en la súbita llamarada que se alzó en la popa de la capitana de Pater, a causa de una astilla encendida de un disparo que hizo uno de los cañones del Santiago. Ardía la cubierta en el impacto. Arma de doble filo; porque el fuego, que caminaba rápido hacia el pañol de pólvora, haría víctimas a todos con su inminente explosión. Diligente y oportuno acudió con su capitana nuestro almirante Massibradi y, tras maniobra bien efectuada, consiguió dar un remolque a la popa del Santiago y apartarlo del buque incendiado, que parecía ya un volcán. Hans Pater halló la muerte en el agua, ante su capitana incendiada.
El 21 de noviembre entraba Oquendo en Lisboa con entusiastas manifestaciones por la victoria conseguida. La fama envolvía al que luego todos llamarían el “héroe cántabro”. Encargó al pintor Juan de la Corte que narrara la batalla, consciente de que así la inmortalizaría. Los cuadros fueron regalados al rey Felipe IV, en un certero gesto que demuestra cómo el arte era un instrumento puesto al servicio de los intereses políticos y diplomáticos. Se colgaron en el Alcázar de Madrid, salvándose de la llamarada la Nochebuena de 1734, en que se quemaron otras obras de Tiziano, Velázquez, Rubens, Durero o Tintoretto.
Hoy en día, los cuadros están repartidos por diferentes colecciones públicas y privadas. Los reunimos, primera vez desde entonces, en la exposición antes indicada. Algunos de ellos todavía pueden disfrutarse en el Museo Naval de Madrid, que, por fin, tras año y medio de obras, vuelve a enriquecer nuestra oferta cultural.
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